diumenge, 23 de novembre del 2008

Caminar sin rumbo (XVI).

El paso a dos.


(Viene de la entrada anterior, titulada Vlam).

Vlam me acompañó a la habitación que solía yo ocupar en donde había instalado un ordenador al que enchufó el pen drive y me dejó, deseándome buenas noches y diciéndome que lo que quería que leyera para darle mi opinión lo encontraría como una carpeta titulada "El paso a dos". El estaría más o menos por allí y cuando quisiera, podríamos hablar. Del escrito o de cualquier otra cosa. Parecía risueño, tenía la mirada cálida y acogedora. Le pregunté que si había acceso a la red y me dijo que sí, que jamás se le ocurriría dejarme desconectado porque eso es hoy día lo peor que puede hacerse con alguien. Bueno, de siempre ha sido lo peor. De siempre me parecieron terribles aquellas historias de los tiempos medievales en las que algún pobre infeliz desaparecía en las mazmorras del señor feudal, secular o eclesiástico, y nunca más volvía a saberse de él. Me ponía en su lugar y pensaba cómo se sentiría uno encerrado en una lóbrega mazmorra, sin luz, sin contacto alguno con el exterior. Y eso forzosamente, claro, pues de ser voluntario tiene otro cariz, ya se sabe.

No, no, los fozosos, los desaparecidos de las edades oscuras. Porque siempre ha habido desaparecidos, gentes que ayer estaban ahí y hoy ya no están. La principal causante de las desapariciones repentinas es la muerte, la otra cara de la vida, tan inevitable como ésta e igual de incomprensible si bien la una por el comienzo y la otra por el final. La segunda causa de los desaparecidos son los desaparecedores que nunca escasean en la aventura de la civilización. La diferencia entre los desaparecidos de la Edad Media y el absolutismo y los de hoy es que los de hoy son mucho más numerosos: ya casi no se usan las mazmorras por su escasa rentabilidad. La nuestra es la época postindustrial pero ya desde la industrial podían desaparecer campos enteros de fútbol rebosantes de personas. Desaparecidos y desaparecientes en masa. En mitad de la selva en el Congo. Que esto de la desaparición es a lo que dio respuesta en el siglo XVII el importantísimo derecho, fundamento de todo lo demás que ha venido después, de habeas corpus, esto es, que existes, que estás ahí, que ocupas un espacio, que por lo menos eres un semoviente, que no puedes desvanecerte en el aire como si fueras humo por mucho que sepas que en realidad el aire es el elemento esencial y que puedes irte en él. Pero no que te lleven. No que te aíslen de modo radical, te sellen todo acceso al exterior y en tiempos de internet que son revolucionarios en esto de la comunicación. Le agradecí la atención de dejarme acceso a la red y me dijo que si quería que me subieran algo de comer. Pero eran más de las cinco de la madrugada y no estaría bien molestar a alguien.

En realidad quería dormir así que, apenas se fue Vlam, apagué la luz, me dejé caer sobre la cama y cerré los ojos. Pero no pude conciliar el sueño. ¿Cómo iba a hacerlo con la absurda conversación que acababa de tener con mi amigo el supermillonario? Que además tampoco era tan absurda. Al fin y al cabo en la vida apenas se hace otra cosa que preguntarse por su sentido o fabularlo. La idea que parece se nos viene a todos a la cabeza es la de que somos (al menos uno mismo; que lo sean los demás ya es otra cantinela) producto de otra cabeza, una superior, que nos imagina, nos crea y, luego, nos da órdenes porque vive pendiente de nosotros. Al menos es lo que dice creer muchísima gente que acata dioses aunque sean distintos e impartan órdenes contradictorias. Luego estamos los que no creemos en dioses, pensamos que no hay más vida que ésta y que no tiene sentido alguno salvo el que cada cual quiera darle a su leal saber y entender. Pero hasta nosotros, aun no creyendo en dioses, podemos admitir lo del gran cerebro que me concibe a mí, cuyo personaje soy. Ese gran cerebro puede concebir más "yoes" y es lo que hace. Todos los "yoes" podemos reconocernos genéticamente similares y eso es probablemete cuanto tenemos en común: el hecho de ser producto de otro cerebro que a su vez....

Bueno, eso y la posibilidad de comunicarnos que es lo que hace este mundo algo más vivible. Podemos comunicarnos porque podemos "vernos", cuando menos saber que "estamos ahí", que no desaparecemos, que tenemos cuerpo. Y para que esto se cumpla, tenemos que estar siempre a la vista, como en el panopticon de Bentham, que tanto partido le dio a Foucault. Una prueba más de la ambigüedad de todo lo humano ya que esa "panavisión" que es muestra de represión absoluta para unos, es garantía de seguridad y libertad para otros. Para que la libertad foucaultiana pueda darse a base de escapar al control del poder, de "no ser vistos" debe darse antes la seguridad de que, si queremos, seremos vistos, porque estamos, no hemos desaparecido. Y para estar todos a la vista ha de haber un gran ojo que todo lo vea. Los judíos creen que Dios todo lo ve; y si lo creen los judíos, también los otros dos pueblos del libro. Dios todo lo ve. Que se lo pregunten a David y Betsabé. Para los que no creemos en dioses y por tanto tampoco en Dios, la cosa se traslada al tiempo: el tiempo todo lo revela aunque a veces, cuando lo hace, ya nada importa. Y quienes no creemos ni en el tiempo podemos ir a la imaginación literaria y su archiconocida figura de Gran Hermano. Si será conocida que hasta tiene un programa de televisión que está entre los más vistos, si es que no es el rey del visionado. El Gran Hermano, es el Gran Ojo, que todo lo ve.

Y de pronto abrí los míos porque supe que la lucecita azul del stand by del ordenador que Vlam me dejó sobre la mesa estaba mirándome. Lo hacía fijamente, sin titilar y parecía estar enviándome una orden muy clara. Me senté a la mesa, encendí el trasto y me puse a navegar. Anduve por algún periódico, fui a ver cómo iban las acciones en bolsa, aunque no tengo un solo euro invertido en ese mágico pandemonium de codicia e inteligencia, miré un trailer de una peli, despaché correo electrónico que llevaba atrasado, fui a ver qué interpretaban en radio clásica y, como era algo sinfónico, me puse los auriculares y me quedé enganchado a la música mientras seguía dando tumbos por la red, prolongando el momento en que pinchara en el archivo "El paso a dos" en el pen drive. Hasta me di una vuelta por el blog Palinuro, que es el mío y es donde salen estas crónicas del viaje a ninguna parte, a ver cómo iba ésta. Y no iba mal. Los grabados de Klinger son curiosísimos. Tocaría ahora soltar una teórica sobre "el" o "la" internet, que el ámbito hispanohablante, dando una prueba más de su unidad esencial, no se ha puesto de acuerdo sobre el género de la cosa. Que internet es el nuevo mundo, la nueva dimensión que hay que ir colonizando poco a poco, la nueva tierra de la libertad, el ágora universal de la especie. El gran ojo, la gran plaza pública. Allí donde todos estamos ante todos en pelota picada, como nuestras madres nos parieron. El gran ojo nos ve a todos y no sólo en sentido interior sino en el puro exterior. Traten Vds. de esconderse al ojo de Google. Así, aquella revolución del siglo XVII, empeñada en darnos carta de existencia corporal como individuos que no pueden desaparecer se vio superada con nuestra útima revolución no del "sacerdocio universal de los creyentes" sino como la "corporeidad universal de los creyentes". Lo hemos perfeccionado mucho. Por eso ahora ya casi no hay delitos de secuestro de individuos. Ahora desaparecen colectivos, masas, muchedumbres. Lo cual nos pone nerviosos a todos porque uno nunca sabe de fijo si no lo incluirán en algún grupo en contra de su voluntad y lo tratarán consiguientemente.

Pero por más que dejara vagar mi imaginación y anduviera entretenido en los vericuetos de internet, sabía que aquel archivo estaba esperando por mí y que no podría eludirlo. Que no quería eludirlo. Al fin y al cabo me había desplazado a X*** en busca de algo que no sabía qué era pero que me había impulsado a montar en el tren. Pinché en "mis documentos". El pen drive se llamaba "Confesión" y abría varias carpetas, una de las cuales se titulaba "El paso a dos" que, a su vez, abría una serie de archivos con el título general de Capítulo y luego la numeración. Obviamente los capítulos del libro o la novela o lo que Vlam estuviera escribiendo. Del Capítulo I al XXIV y todos con el mismo color excepto el número V que venía en rojo. Enseguida averigüé porqué: todos los demás ficheros estaban encriptados y pedían contraseña. Sólo el V se abría libremente. Estaba claro que Vlam quería que leyera el capítulo V de su libro, pero ningún otro. El capítulo V se titulaba "Por dónde se empieza". Y me dispuse a leerlo.

(Continuará)

(La imagen es el segundo grabado (Acción de la serie Historia de un guante (1894), Julius Klinger.