diumenge, 14 d’octubre del 2012

El catastrofismo y la mano invisible.

La hora de Europa, en la foto se ve, son las tres menos cuarto. Hora de sobremesa en España y de comparecencia de dos de los miembros de la temible Troika en rueda de prensa en el Japón, a donde han ido a decir que la unión bancaria que anhelan Hollande y Rajoy, un curioso binomio en lo ideológico, no llegará hasta 2014. Estas comparecencias oraculares de importantes personajes de borroso perfil cuya función parece ser contradecirse cada dos meses deben de estar calculadas para hacer de acompañamiento al clima de catastrofismo que reina hoy en el mundo y, por supuesto, en la prensa.
No obstante, ese tremebundo titular hablando de derrumbe global más parece traducir el estado de ánimo de los redactores del diario a cuenta del ERE que la situación del planeta. Al menos, en la parte de texto que hay en portada, puede verse que el FMI -el otro integrante de la Troika- prevé un crecimiento del PIB mundial del 3%, lo que no está mal en los tiempos que corren aunque, asimismo, considera "alarmantemente altos los riesgos de una grave desaceleración mundial". La frase suena lúgubre, pero traducirla como derrumbe global es echar algo de guindilla al guiso. Es verdad que los políticos, los economistas y demás augures tienden a ser no solo oscuros sino perifrásticos. De desaceleración hablaba Zapatero cuando ya se había tragado el manillar de la bici en el frenazo.
Pero el recurso a los eufemismos tampoco es una ley cierta. Si lo fuera ya tendríamos algo a que agarrarnos cuando se usan determinadas fórmulas en el barullo cotidiano de declaraciones, contradeclaraciones, desmentidos, reafirmados y corregidos, a veces en boca del mismo personaje. Y no es así. También puede haber un derrumbe global que, por lo demás, nadie sabe cómo sería por falta de experiencia. Derrumbe global es lo que se llama hoy, por contagio informático, lenguaje intuitivo. Muy propio de la conciencia de catastrofismo. Va directo a una confusa memoria de la raza que busca ejemplos para hacerse  una idea: el derrumbe del templo fenicio a manos de Sansón, el del Imperio romano de Occidente ante los bárbaros, el del Imperio Romano de Oriente ante los turcos, el del III Reich de los mil años ante los aliados, el del comunismo soviético ante el mercado. Los alemanes tienen uno añadido, el hundimiento de su amado Marco en la hiperinflación de los años veinte, que ha dejado un recuerdo imborrable al que debe achacarse su insistencia en la cura prusiana de régimen que está llevando a otros países, entre ellos España, a una situación agónica.
El catastrofismo en lo político, económico y social tiene cada vez más complicados lazos con lo ecológico y se contagia de él. Seguramente no estamos haciendo ni la centésima parte de lo que debiéramos para garantizar la subsistencia de la biosfera pero no será por falta de clara conciencia, basada no solo en pruebas científicas sino en el más evidente sentido común de que, de seguir como hasta la fecha, la biosfera no tiene garantizada la supervivencia.
¿Qué impide que se adopten las medidas necesarias? El imperio del mercado. ¿En qué confía este para evitar eso justamente, un derrumbe global? En la mano invisible. En lo que hace a la conservación de la especie, la mano invisible se convierte claramente en la mano que acogota. Pero en el ámbito político y económico continúa manteniendo alto su prestigio de panacea. Todos los sermones neoliberales sobre el excesivo intervencionismo (pleonasmo) del Estado, sobre la preminencia de la sociedad civil, sobre la necesidad de liberalizar, desregular, flexibilizar, privatizar se remiten a la fe en una diosa excelsa e invisible, llamada justamente mano invisible y de cuya existencia hay tantas pruebas como del Santo Grial. Se basa en el supuesto de que, siendo la motivación de todos los seres humanos el egoísmo, el sumatorio final compensará contradicciones y dará un resultado final globalmente positivo. Pero no hay certidumbre de que lo haga; también puede darlo negativo; incluso catastrófico. Ya lo ha hecho otras veces. Puede volver a hacerlo. Y la prueba más obvia es que no hay acuerdo general acerca de cómo evitarlo y se sospecha que las medidas que se tomen al final serán dictadas por la fuerza, por el poder más que por la razón.
¡La fuerza! ¡El poder! Ya está. La culpa es de los políticos, de la política que, como siempre, anda metiendo sus sucias narices en la libertad de la gente.
Grave error. Hace tiempo que los políticos, la política, son solamente los ejecutores de las decisiones de los mercados.  El Estado está sometido al mercado, que es señor absoluto puesto que es legibus solutus, hace y deshace la ley a su capricho o al del Señor de Eurovegas.