divendres, 6 de desembre del 2013

Un negro cabezota.

Ha muerto un hombre convertido en un símbolo. Y como símbolo lo van a tratar los medios del mundo entero. Premio Nobel de la Paz (por fin un premio nobel que no es un criminal); mártir de sus ideas de igualdad de los seres humanos, democracia y socialismo; hombre perseguido, maltratado, encarcelado (veintisiete años); héroe de la libertad y, por fin, padre de la patria sudafricana, la de todos los sudafricanos, negros, blancos y coloureds; la culminación de un ideal, conseguido con tesón sobrehumano y ante el que se rinden admirados los pueblos y los poderes de la tierra, hasta aquellos que tienen otros mandelas en sus mazmorras.

Habrá incluso quien recuerde que, pues siendo sudafricano y abogado, algo le influyó el espíritu de Gandhi, quien había había iniciado su oposición al colonialismo por medios pacíficos precisamente en Sudáfrica. Y es cierto que en los comienzos de su carrera, Mandela invocaba la no violencia. Pero el discurso pacifista le duró poco, frustrando así todo intento de forjar una leyenda tranquilizadora algo como unas vidas paralelas, Gandhi/Mandela, al estilo de Plutarco. El sudafricano era de otra madera y traía muy distinto ánimo. Ya en los sesenta, como dirigente del Congreso Nacional Africano, propugnó y practicó la resistencia armada contra la tiranía racial afrikaaner. Justo en los años en que el gobierno del apartheid creaba los dos famosos bantustanes de uno de los cuales, Transkei, era él oriundo, él, el hijo de un príncipe de su pueblo. Por entonces, el incansable luchador por la libertad, aliado al Partido Comunista sudafricano, fundó un grupo violento que desató una campaña de bombazos contra objetivos del gobierno.

¿Las reacciones? Mandela figuró en la lista de terroristas hecha por los Estados Unidos hasta 2008 Los mismos Estados Unidos que le habían consagrado plazas en los años noventa y otorgado sus más altas condecoraciones. Y ni al negro Obama se le ocurre quitar al negro Mandela de la lista de terroristas. Es una anécdota que, probablemente, comentaría el premio Nobel de la Paz con alguna retranca entre sus íntimos.

Es una anécdota pero que apunta a una cuestión de fondo: la de la legitimidad del recurso a la violencia en la lucha contra la tiranía. Un tema escabroso del que todo el mundo prefiere olvidarse. Ahora honran a los cuatro vientos la inmensa personalidad de este gran hombre. La tierra está ditirámbica. Y es justo, porque era un gran hombre. Sin duda alguna. Y un terrorista. De acuerdo con las convenciones, las leyes, los discursos, las proclamas de entonces (y de ahora), un terrorista. Un terrorista que, mira por dónde, tenía razón. ¿Es que el fin justifica los medios? No, claman los de las listas, claro que no; jamás.

Entonces, ¿qué? Entonces, silencio.

Mandela es grande porque su vida pone de manifiesto la hipocresía universal. Muchos países occidentales que se habían sumado al aislamiento de Sudáfrica decretado por la ONU a causa del apartheid, comerciaban con ella a las escondidas. Y la propia Sudáfrica burlaba el bloqueo internacional dando salida a sus diamantes en el mercado internacional a través de la Unión Soviética. La misma hipocresía por la cual hoy rinden tributo de admiración a un hombre que subvirtió el orden constituido en su país muchos que, en el fondo de su alma, siguen considerándolo un terrorista.

El mundo es mejor porque Mandela ha pasado por él.

(La imagen es una foto de George Rex, con licencia Creative Commons). Representa un gran busto en bronce de Nelson Mandela (1918-2013) obra del escultor inglés Ian Walters (1930-2006), encargado por Ken Livingstone del Great London Council (o sea, del Ayuntamiento de Londres). La estatua de 1.8 m se instaló en 1985 frente al Royal Festival Hall, distrito de Lambeth, Londres. En 1985 Mandela todavía estaba en la cárcel.