dilluns, 3 de febrer del 2014

Un aplauso a Évole.

Curiosa errata la de El Periódico de Cataluña al confundir a González con Rajoy. ¿En qué estaría pensando el becario? Es tan insólita que no se ve. ¿O no es una errata, sino un acto fallido, un sarcasmo quizá, incluso un reto? Porque ¿cree alguien posible que Rajoy aceptara un diálogo con Mas o con quien fuera que no estuviera amañado de antemano, regulado, medido y en presencia de un periodista de talla como Évole? Eso es algo impensable.

Pero precisamente por ello, da en la diana de las enseñanzas que nos trae este domingo pasado, cuando pudimos ver el alfa y el omega, el blanco y el negro, el cero y el infinito del debate sobre la cosa pública. Por la mañana, clausura de la convención del PP con un discurso leído de Rajoy, con insultos a la oposición, mentiras sin límite, bravatas, encastillamiento en las políticas represivas y antipopulares. El discurso arbitrario e insensato de quien sabe que nadie puede responderle y que los medios darán después una versión favorable para él. Luego, y como digno colofón, violentas cargas policiales contra los manifestantes en Valladolid que terminaron con varios detenidos y heridos, una de ellas de gravedad. Nada distinto, por cierto, a lo que lleva dos días haciendo en Alcorcón: apalear ciudadanos. Por cierto, una cuestión al margen: ¿puede llamarse democracia un sistema en el que los funcionarios públicos armados y pagados por los contribuyentes, apalean y mutilan a esos mismos contribuyentes en el ejercicio de sus derechos?

Por la noche, en cambio, en Salvados, un diálogo tranquilo que, aunque a veces algo tenso, fue civilizado en todo momento y muy provechoso pues permitió a mucha gente una idea más completa de lo que nos jugamos en este asunto del conflicto nacional que la derecha se empeña en ignorar, en la creencia de que podrá resolverlo recurriendo en último término a la violencia y sin ceder un ápice en sus ideas.

En opinión de Palinuro, Mas resultó más convincente que González. Este, encastillado desde el principio en que la mera consulta catalana es un imposible de consecuencias negativas, reiteró su conocido postulado de que, si los catalanes quieren votar y decidir, él también, en ejercicio de un derecho reconocido por la Constitución, la misma que ampara a los catalanes. Es un argumento con muchos partidarios, pero que se aniquila en su parcial mala fe. Suponen quienes lo proponen que el resultado les sería democrática y abrumadoramente favorable: no a la consulta. Pero no responde a la pregunta siguiente: ¿qué pasaría si ese "no" fuera muy mayoritario en España y muy minoritario en Cataluña? ¿Cabría ignorarlo? Esa parcial mala fe, como siempre, solo conseguiría aplazar el problema a costa de hacerlo más intratable.

La base de González -que Mas, en principio, no niega- es un argumento legalista: la supremacía de la Constitución y el marco de derechos en ella establecido. El catalán apunta a una mayoría de coterráneos que no se sienten representados ya en esa Constitución. Las cosas han cambiado y es absurdo no verlo. González, comprensivo, sale entonces al quite y, dejando bien claro que en España no ha lugar al derecho de autodeterminación, admite una reforma a fondo de la Constitución. ¿Hasta cuánto fondo, teniendo en cuenta que una reforma substantiva iría por el procedimiento agravado y precisaría del apoyo del PP? Eso queda en el aire. Su propuesta es, por tanto, confusa.

Despejada desde el primer momento la incógnita de qué haría la Generalitat, CiU, en caso de una oferta de pacto fiscal del gobierno, y despejada con el rechazo rotundo de ambos dialogantes, queda claro que el conflicto se plantea en términos de principios. Y aquí, la posición de Mas es sólida y aparentemente inexpugnable. La Generalitat no hará nada ilegal y su orden de preferencias es claro: 1ª) autorización expresa de las Cortes de celebración de una consulta en Cataluña; 2ª) aplicación en Cataluña de una ley propia de consultas sin interferencia del Estado; 3ª) celebración de unas elecciones plebiscitarias en el caso de que las dos anteriores fallasen. Mas es dialécticamente superior porque articula su discurso en el terreno legal, jurídico y en el político. Porque es una posición de iniciativa política, generalmente ganadora.

Consciente de la endeblez de su argumento legalista, González no resistió la tentación de recurrir a la amenaza. Fractura, tensión, división, enfrentamiento, toda Europa aterrorizada ante la aventura catalana y 300.000 muertos en las guerras de la ex-Yugoslavia. Esos propósitos hubieran estado más en su lugar en Valladolid que en una conversación entre gentes civilizadas. González parece una miaja más abierto a las cuestiones territoriales que Rubalcaba y da la impresión de haber evolucionado algo más. Pero muy poco. El derecho de autodeterminación sigue siendo la bicha pero, cuando menos, admite la apertura de un proceso de negociación y reforma profunda de la Constitución. Creo no haberle oído siquiera decir que pudiera ser un proceso constituyente. Y ese el signo inequívoco de la desproporción de posibilidades de los dos nacionalismos que solo puede calibrarse con un análisis político a partir del concepto de iniciativa política. Intentémoslo:

El nacionalismo catalán lleva la iniciativa, está cohesionado y unido, tiene una fuerza innegable de movilización, incluidos amplios sectores demográficos asimilados, no catalanes y un porcentaje muy alto de la juventud. Su relato es de reivindicación de derechos, de lucha contra lo que se presenta como injusticia en todos los órdenes (político, económico, cultural, territorial, etc), de irredentismo. Es el relato del rescate de la nación y su apertura a un horizonte internacional nuevo en el que desplegará sus potencialidades como Estado independiente.

El nacionalismo español está a la defensiva y queda por ver cuál sea su grado de unidad y fuerza de movilización. Si la situación empeorase seguramente asistiríamos a un frente común nacionalista de la derecha y la izquierda, al menos la mayoritaria. Pero sería una unidad incómoda porque, dado el carácter autoritario, nacionalcatólico, de la derecha, la izquierda estaría en ella violentando muchas de sus convicciones. Lo sucedido el domingo lo muestra: aunque el conflicto nacional es hoy el problema mayor al que se enfrenta España, para el PP no existe y, como no existe, no ve la necesidad de modular sus demás políticas para propiciar una unidad de acción con el PSOE que este reclama. Envuelta como siempre en la bandera de España, de la que se considera única propietaria, la derecha admitirá a su lado en la tarea de defender la Patria a aquella izquierda que acepte su visión de España, del aborto, de la educación, del Estado del bienestar, de la religión, de todo. No tengo duda alguna de que la exacerbación del conflicto nacional ha sido obra de la política de hostilidad hacia Cataluña que el PP puso en marcha para acabar con el gobierno de Zapatero; política que se ha seguido aplicando, de modo irresponsable y hasta ofensivo a partir de 2011. Y así sigue, ayer mismo en Valladolid. Tiene narices que quienes quiebran de hecho a todas horas la unidad de España se postulen como sus adalides.

En estas condiciones es difícil calibrar qué apoyo y movilización puede mostrar el nacionalismo español. Cabe pensar en un movimiento populista, demagógico, hecho de catalanofobia, fascista en definitiva, pero no es algo que quepa postular en público, aunque se atice en secreto. El relato del nacionalismo español es también pobre, mira al pasado, pero tiene que hacer tantas salvedades (el franquismo, la guerra civil, las guerras carlistas, el bombardeo de Barcelona, la ocupación por los Borbones) que solo se envanece de los reyes Católicos. Se trata de elaborar un discurso que justifique una nación sobresaltada, conflictiva, insegura y permanentemente cuestionada en su legitimidad.

Lo diré más claro. El resultado de esa desproporción en cuanto a lo que podríamos llamar la moral (en el sentido orteguiano) de ambos nacionalismos es que mientras la del catalán es alta y apunta a un futuro diáfano ("los catalanes ganan un Estado"), la del español es baja ("los españoles se quedan sin nación") y apunta a un futuro aun más problemático. ¿O cree alguien que, si Cataluña se declarase independiente, no se plantearía de inmediato la independencia de Euskadi y la anexión de los països catalans a Cataluña?

Es asombroso lo poco que mis compadres del nacionalismo español han entendido de la naturaleza de este conflicto. La izquierda lo enfocó bien en tiempos pretéritos, al hablar del derecho de autodeterminación de los pueblos de España, pero luego renegó de lo dicho y es ahora tan contraria a ese derecho como el PP. Y, sin embargo, entonces, como ahora (aunque ahora en condiciones mucho más desventajosas para el nacionalismo español), la solución civilizada del problema hubiera sido reconocer el derecho de autodeterminación mediante una negociación que fuera mutuamente satisfactoria. Es una cuestión de principios, pero los principios se acomodan.

Radicalmente rechazado el derecho de autodeterminación solo queda esperar una confrontación de consecuencias imprevisibles o buscar una vía de entendimiento, un terreno de negociación y debate que pudiera interesar por igual a todas las partes en el conflicto. Lo que Palinuro lleva proponiendo un tiempo es una convención constituyente (organizada mediante la oportuna reforma constitucional) que deliberara y llegara a una propuesta satisfactoria para todo el mundo en la que los catalanes pudieran integrarse voluntariamente, por votación en referéndum o como estimen pertinente.

Palinuro reitera su opinión de que el único nacionalismo español fuerte no es el que berrea sobre la antigüedad de la nación española sino el que surge de una nación cuyas partes componentes lo son libre y voluntariamente. Lo cual implica el valor para asomarse al vacío, a la situación en la que no quieran serlo.