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dilluns, 28 de març del 2016

Lo pequeño puede no ser hermoso, pero es útil

En la plaza de Felipe II de Madrid, al final de Goya, en el límite de la zona nacional, cabe el megalito de Dalí, la Caixa Forum ha organizado un curiosa exposición en cómodas y luminosas carpas bajo el título de Héroes ocultos.  Está dedicada a los objetos cotidianos, los humildes "inventos geniales" que nos facilitan la vida sin que normalmente reparemos en cuánto y sin que rindamos tributo por ellos a quienes los idearon. Y eso cuando los ideó alguien y no son productos del ingenio humano que se pierden en un pasado remoto, como el abanico, por ejemplo, tan típico de la cultura española y que fue traído de oriente por los navegantes portugueses. O el modesto y orondo botijo, que ha refrescado los gaznates resecos de millones de personas, sobre todo en la cuenca del Mediterráno. O el sacacorchos, llave misma de la verdad más profunda en la medida en que esta está en el vino. 

Los demás objetos que aquí se exhiben y se comentan con lujo de detalles e informaciones curiosas, tienen todos inventor con nombre y apellidos. Realmente es una idea estupenda y un sitio magnífico para llevar a nuestros hijos con edades comprendidas entre los tres y los ochenta años. Porque todos aprendemos algo. En especial, aprendemos a mirar las cosas de otro modo, a no despreciar atolondradamente los objetos comunes que muchas veces son resultado de largos y pacientes trabajos, tesón, gran  fuerza de voluntad y un deseo genuino de ser útiles a los demás. Aprendemos modestia. Ya quisiéramos algunos escribas, que pretendemos causar el pasmo de los contemporáneos con nuestras bobadas haber sido capaces de inventar algo tan necesario, conveniente y empleado por millones de personas como la pinza para tender la ropa. Y si se piensa que exagero, que se intente colgar la colada húmeda en un alambre o cuerda en un día de viento. O atrévase alguien a imaginar cómo era el mundo cuando no había lapiceros o bolígrafos y solo era posible dejar nuestras tonterías por escrito merced a las plumas de ganso.

Casi todos estos inventos tienen el reconocimiento que merecen por acuerdo general. Basta pensar en la bombilla eléctrica, que ha iluminado las noches de la humanidad entera y desterrado los hachones, los candiles, candelabros, velas, palmatorias u otros utensilios de luces titiladoras que alimentaban relatos fantásticos y ensuciaban las paredes y techos. Los clips o los archivadores han permitido que las oficinas y administraciones públicas o privadas no sean ya el reino del desorden caótico sino el del desorden racional. Los legos han prolongado la feliz inocencia de la infancia hasta el umbral de la vejez y, sin exageración alguna, los envasados al vacío han hecho posibles viajes interminables a zonas remotas del planeta en donde era posible arriesgarse gracias a otro invento genial, el mosquetón.

Otras veces, estos objetos han cambiado pautas, usos y costumbres con consecuencias insospechadas. La hispánica fregona ha transferido el nombre común de la mujer que frotaba arrodillada con una bayeta al objeto mismo y hasta ha facilitado que los hombres pierdan el miedo y la repugnancia a limpiar el suelo que ensucian. Las cerillas que, por cierto, ya no tienen cera, fueron elementos esenciales en el establecimiento de relaciones eróticas que asimismo cambiaron mucho con el invento del velcro y, sobre todo, la rápida cremallera. Y ¿qué decir del paraguas, que ha alcanzado categoría de protagonista por derecho propio en varias artes como la pintura o el cine? ¿Y de los "post it" que nos permiten  no perdernos en las lecturas de las procelosas novelas contemporáneas?

Conclusión: merece la pena darse una vuelta por el lugar. Sale uno deseando que se le encienda una bombilla interior con una idea que pueda ser tan inmortal como cualquiera de las que se materializan en estas carpas.

divendres, 31 de gener del 2014

Destino de mujer


La Fundación Telefónica se encuentra en el edificio emblemático de la compañía, construido en 1926 con fuerte influencia de otros de esta época de modernismo arquitectónico, al estilo Nueva York y Chicago. Recuerda lejanamente el edificio Chrysler, al menos por dentro. Allí se hacen exposiciones tanto de material permanente de la Fundación como ocasional.

Ahora, y desde el 9 de noviembre, hay una exposición llamada Hedi Lamarr y el sistema secreto de comunicaciones muy curiosa. En realidad es una exposición sobre la historia de las telecomunicaciones, desde el telégrafo a internet, muy interesante en sí misma (hay que ver qué pinta tan antigua tienen los venerables teléfonos de bakelita y no digo ya las centralitas de clavijas) con una gran variedad de piezas.

Singulariza un episodio casi colateral pero tan significativo que bautiza la exhibición: el papel de famosa actriz de Hollywood de los años cuarenta, llamada en algún momento la "mujer más hermosa del mundo", en el desarrollo de las telecomunicaciones. Hedi Lamarr era austriaca, había triunfado ya en el cine y en el teatro en Berlín a comienzos de los años treinta, al tiempo que estudiaba ingeniería. Abandonó Alemania, se instaló en Hollywood y, contratada por la Metro, siguió triunfando en la pantalla con películas de éxito en los treinta y los cuarenta.  Terminó ingeniería y, con un amigo y colaborador músico, inventó un sistema de alteración de frecuencias para impedir que el enemigo interfiriera los proyectiles teledirigidos, cuya patente regaló al ejército para ayudar a los EEUU a ganar la guerra contra su propio país.

Y eso mientras interpretaba películas con los más famosos actores del momento, los Spencer Tracy, James Stewart, Robert Taylor, Clark Gable, William Powell, Ray Milland, etc. Además, arrastraba una fama de mujer libre y audaz. En una de sus primeras películas, en Checoslovaquia, Éxtasis aparecía completamente desnuda en un par de escenas y en otra de ellas simulaba un orgasmo en close up. Lo suficiente para crearle la aureola de mujer fatal y exótica.

Quizá fuera esa fama o el puro prejuicio machista lo que hizo que el ejército no desarrollara la patente, a pesar de que sí se empezó a usar en los años de la postguerra y sigue usándose hoy en muchos mecanismos de telecomunicaciones que varían las frecuencias de ondas, como bluetooth . En vez de usar el invento, el ejército usó a la inventora como reclamo para vender bonos de guerra. Quien comprara 25.000 $ en bonos conseguía un beso de Hedi Lamarr. Y en un día parece haber vendido siete millones de dólares.

Destino de mujer. Algo así le pasa a la exposición, que también acentúa el contraste entre el invento y el papel de vampiresa que la autora representó toda su vida como actriz. Hedi Lamarr era una mujer bellísima, un poco al estilo de Ava Gardner o Rita Hayworth. Palinuro alcanzó a verla siendo niño en Sansón y Dalila, en donde, claro, manifestaba su hermosa perfidia cortando la cabellera mágica a Sansón, interpretado por Victor Mature, un hombre tan feo que estaba uno deseando le cayeran encima los pedruscos del templo.

Fue, en efecto, mujer de rebosante de vida y personalidad y su existencia, un tumulto. Se casó seis veces y, según parece, tenía un problema de cleptomanía ocasional que la llevó en un par de ocasiones ante los tribunales. Publicó una autobiografía autorizada por la que luego pleiteó varias veces. Alcanzó a verse reconocida en la autoría de su invento cuando el ejército (o la autoridad civil, no estoy seguro) le otorgó un galardón en los años noventa que ella no fue a recoger, quizá por su avanzada edad o por desinterés. Murió en 2000, es decir llegó a ver y entender cómo el mundo entero acababa comunicado, globalizado, gracias a un invento suyo. 

La exposición tiene pocas pero muy interesantes piezas. Fotos, reportajes, objetos, carteles y, cómo no, el metraje de los desnudos de Éxtasis y la escena del orgasmo en primer plano. Pero la razón de su presencia allí es su invento.

 Este año es el centenario de su nacimiento en 1914. Como Palas Atenea, una diosa del conocimiento y señora de la guerra.

(La imagen de Hedi Lamarr en Argel (1938) es una foto de Wikimedia Commons en el dominio público).