diumenge, 19 de maig del 2013

Nada es como parece, ni parece como es.

Alfredo Grimaldos (2013) Claves de la transición 1973-1986 (para adultos). De la muerte de Carrero Blanco al referéndum de la OTAN. Barcelona: Península/Atalaya (191 pags.)


La primero que llama la atención de este libro es su título. ¿Por qué el paréntesis de “para adultos”? ¿Tiene acaso contenido escabroso? ¿Quizá no puedan leerlo los niños o las almas bellas hegelianas? Después de haberlo recorrido entero no encuentro motivo alguno que justifique la advertencia más de lo que haría si se previniera a los ciclistas, los contables o los diabéticos, salvo que se trate de una insinuación: quien no esté en posesion de estas "claves" no será completamente adulto. Lo mismo sucede con las fechas. El autor sabe probablemente que uno de los encantos de ocuparse de la transición (aparte del de meterse en un berenjenal de acusaciones cruzadas que muchas veces ventilan otros agravios o neurosis) es acumular razones para proponer distintas fechas de comienzo y final del proceso, distintos términos a quo y ad quem. La mayoría de los autores viene aceptando como fecha inicial la de la muerte de Franco, mientras que la propuesta por Grimaldos, 1973,  suele considerarse más como "pretransición". En cuanto al término, hay más discrepancias: muchos aceptan 1978 (Constitución), otros prefieren 1981 (golpe de Estado fallido), otros 1982 (triunfo socialista), así que no hay inconveniente en aceptar 1986, data del referéndum de la OTAN o volte face socialista.
La elección de 1973, a primera vista, no parece disparatada ya que, con la voladura del Almirante, se rompía una previsión sucesoria de Franco. Pero es endeble por dos razones: a) en el fondo, Carrero Blanco como presidente del gobierno no pintaba nada; b) el “atado y bien atado” de la transición residía en la Ley Orgánica del Estado y el juramento de Juan Carlos. Me inclino, pues, a pensar que la elección responde a razones subjetivas del autor. Habiendo nacido este en 1956, en 1973 tenía diecisiete años. De fijarse en 1975, como es el uso, encontraría a Grimaldos con 19 años y le plantearía la cuestión que suele suscitarse en los estudios sobre la transición, sobre todo en aquellos que tienen fuertes elementos críticos en un sentido u otro, esto es: y usted, personalmente, que tantos reproches acumula frente a los hechos, ¿qué hizo por cambiarlos? ¿Cuál fue su actuación? ¿Qué defendía por entonces? El asunto no es trivial nunca porque es frecuente que, en estos estudios, el paso del tiempo acabe convenciéndonos –sin duda de buena fe- de que, si ocurrió algo enojoso, fue sin nuestra ayuda y quién sabe si con nuestra oposición directa.
En este caso concreto se añade, además, que el autor, sin hacer de ello causa específica, da por buena la versión de los hechos que ofrece uno de su protagonistas más polémicos y característicos, el notario Antonio García-Trevijano. Es este un personaje ambiguo que compensa su absoluta irrelevancia en los años en cuestión, con su contumacia en una interpretación posterior que expone cómo todos los personajes que intervinieron eran unos incapaces, unos incompetentes o unos traidores menos él y algún amigo suyo. Es decir, cuando se hagan –si se hacen- las tipologías de visiones de la transición, habrá que encontrar un nicho especial, único, sui-generis, para la de García-Trevijano expuesta en abundantes publicaciones en papel y en la red, únicas o periódicas, con una audiencia exigua hecha sobre todo de amigos e incondicionales que forman algo parecido a una asociación con ribetes de partido, pero que los medios académicos y mundanos, se obstinan en ignorar olímpicamente. Lo cual los hace sospechosos, claro es, de concomitancias inconfesables con las espurias intenciones con que los protagonistas incumplieron su deber y traicionaron las esperanzas depositadas en ellos.
Esta visión de la transición de García Trevijano es un ejercicio de megalomanía continuado. Miembro de la Junta Democrática –de la que el autor lo hace prácticamente creador y espíritu vivo (p. 61) no siéndolo- a título personal, como lo fue su amigo y en cierto modo protegido Calvo Serer, miembro del Opus o Pepín Vidal, su idea parecía ser reconducir el franquismo hacia la monarquía, por muy republicano-constitucional que venga reclamándose desde entonces. La confluencia de la Junta con la Plataforma de Convergencia Democrática, animada por el PSOE en Coordinación Democrática, también llamada Platajunta en marzo de 1976, dejó al hombre sin escalera, pero agarrado a la brocha. Desde entonces, ha podido estar en varias de las maniobras y conspiraciones que se han urdido en España con diversos motivos (desde derrocar la Monarquía hasta acabar con el gobierno de Felipe González) siempre en alianza con personajes de agitadas y contradictorias biografías, como Pablo Castellano, Jaime Campmany, Joaquín Navarro, Gómez de Liaño, etc. varios ya fallecidos, de posiciones políticas no coincidentes pero todos unidos por el engrudo de un altísimo, insuperable concepto de sí mismos. Empezando por el propio Trevijano.
Esta visión de la transición que el autor expone sin reserva crítica alguna, coincide con la interpretación radical que la ve como una ignominiosa traición de la izquierda a sus principios a cambio de un pacto de colaboración con los franquistas para encontrar un lugar al sol del nuevo régimen. De hecho, uno de sus principales expositores, Pepín Vidal, fue también uno de los personajes iniciales de la Junta Democrática que, en un primer momento, casi parecía una sociedad entre los comunistas del PCE y los miembros del Opus, aunque estuvieran enfrentados a la obra, como era el caso de Vidal. Pero es una coincidencia aparente. La crítica radical tiene un fondo doctrinario, ideológico, de principios del que carece por entero toda la acción del actual prócer republicano, caracterizada por el oportunismo, la falta de principios, el personalismo más desaforado y la afición por doctrinas aparentemente sólidas pero esencialmente arbitrarias y fantásticas.
Todas estas características muestran que, como aportación al estudio de la transición, el libro de Grimaldos no tiene gran valor. Sí lo tiene, en cambio, para entender en parte los discursos cruzados y antagónicos sobre el fenómeno que, repartiendo culpabilidades y méritos por lo que ha sucedido, ilustran mucho no sobre lo que pasó sino sobre lo que está pasando. Es una versión de la transición para consumo presente.
La idea esencial es que todo el proceso estuvo teledirigido hasta en sus más mínimos detalles por la CIA, los estadounidenses y la socialdemocracia alemana que, en el fondo, era un departamento europeo de la misma CIA. “La Transición española se diseñó en Langley (Virginia), junto al río Potomac, en la sede central de la CIA” (p. 33), lo que para dicho así, sin una sola cita ni fuente, tiene su chiste. Vernon Walters y Willy Brandt sabían más de lo que se cocía e iba a cocerse en España que Juan Carlos, Areilza, Suárez, Fraga, González o Carrillo, en el fondo meros comparsas de un guión redactado en otra parte. Sobre todo González y Carrillo, dos archivillanos.
La cuestión de la influencia exterior en la transición española es de las más interesantes y todavía bastante abierta. Decir que el proceso lo teledirigieron otros es tan pobre por maniqueo como decir que fue radicalmente castizo, autóctono. España estaba en un contexto internacional, que tuvo su importancia tanto por lo activo como lo pasivo. Ahora bien, hay un punto aquí que no puede pasarse por alto: quienes fían todo al carácter subalterno de España frente a las cancillerías extranjeras, a las conjuras y cabildeos palaciegos olvidan que la transición también fue un proceso social y económico en que intervinieron acciones de masas, disturbios, terrorismo, asesinatos, movilizaciones, huelgas, cambios en la opinión, los medios, elecciones, etc., etc. Que los autores genuinamente de izquierdas olviden estas cuestiones es sorprendente. Que las olviden personajes aislados como Trevijano no lo es en absoluto porque su planteamiento jamás contó con la fuerza de las organizaciones y las movilizaciones que le era ajena en su condición de exquisito y preclaro tribuno, interesado por los problemas del pueblo, pero sin mezclarse con él.
Ciertamente, la común versión crítica de la transición como traición cuenta siempre con un capítulo en donde se relata cómo el proceso se hizo a costa de aplastar las movilizaciones populares por la violencia. Pero la funcionalidad de esta referencia, al menos en el caso del libro que nos ocupa, no es corregir un error de visión anterior y reconocer que, mal que bien, dichas movilizaciones populares se hicieron bajo la orientación de una direcciones políticas partidistas que, guste o no guste, actuaban en procura de determinados objetivos de cambio. Lo que se hace no es presentarlos como fenómenos concomitantes sino como hechos independientes, ajenos: de un lado, los perversos políticos –franquistas y oposición- dispuestos a pactar a espaldas de la gente, a montarse su chiringuito, a justificar sus concesiones y, de otro, un heroico pueblo sin verdadera dirección, reprimido, perseguido, sacrificado en el altar de las ambiciones de cuatro políticos mediocres. De ese modo se demuestra también cómo la idea del carácter “pacífico” de la transición es un mito para justificar la mendacidad de su condición modélica.
En este terreno hay un buen capítulo sobre cómo la judicatura franquista pasó incólume a serlo de la democracia que se apoya en lo esencial en el estupendo y exhaustivo estudio de Juan José Aguilar, El TOP (Barcelona, Planeta, 2001) y, por supuesto, los conocimientos especializados de Trevijano. Complementarios con este hay también dos interesantes capítulos sobre la represión a cargo de la policía política franquista y el que llama terror paralelo, en el que se hace un estudio cumplido sobre las organizaciones terroristas de la extrema derecha en connivencia con el aparato represivo del Estado, el largo goteo de atentados y asesinatos perpetrados por las distintas organizaciones, BVE, GANE, GAL, etc, con la ayuda de terroristas y provocadores extranjeros, fundamentalmente italianos, pero también de otros países a los que el autor, me temo, da una importancia que no sé si tendrían, quizá arrastrado por la afición de todo escritor de actualidad a encontrar elementos de fuerte impacto. Así, cuando al hablar de los terroristas italianos de extrema derecha en Barcelona en 1973, Stefano della Chiae, Cicuttini, Carnasi, los hace miembros de una sedicente internacional negra, de cuya existencia real no ofrece la menor pista. Ni una nota. Y ya lo merece pues, aunque la expresión tiene pinta de ser más que nada una licencia literaria, la única internacional negra que está documentada y por breve tiempo, es la fundada por unos anarquistas disidentes de la AIT a fines del siglo XIX.
La última parte del libro, a la que cabe reconocer la mayor calidad, el trato privilegiado al nacionalcatolicismo y el Estado criptoconfesional, (que deben mucho a la obra de Gonzalo Puente Ojea y muy probable contacto personal del autor con él) es de lo más recomendable. La Iglesia católica salió muy bien parada de la transición: cedió en cuestiones adjetivas y conservó lo sustancial de su dominación hasta el punto de que, con UCD, con el PSOE, con el PP, el país siguió siendo nacionalcatólico. La izquierda –refugiada en la ilusa esperanza de Peces Barba de que la Iglesia actuaría de buena fe, hizo tales concesiones que convirtieron en una burla la no confesionalidad del Estado. Y así seguimos al día de hoy en que el partido socialista continúa amenazando débilmente con revisar los vergonzosos Acuerdos con la Santa Sede de 1979 si la Iglesia no se aviene a razones y se obstina en llevar al extremo su intolerancia, su extremismo, su ataque a los derechos de las personas, su nacionalcatolicismo.
Porque en esto sí que es como si la transición no se hubiera dado: España sigue siendo un país nacionalcatólico con la aquiescencia del PSOE.