dimecres, 5 de juny del 2013

La doble visión del mundo.


Luis Arroyo (2013) Frases como puños. El lenguaje y las ideas progresistas. Madrid: Edhasa, 173 págs.


Está muy bien el último libro de Arroyo. Sobre todo que lo publique casi inmediatamente después del anterior, más extenso, La política como espectáculo, ya comentado por Palinuro en una entrada previa, El discurso sobre el discurso. Así podemos seguir mejor el pensamiento del autor y entender más cabalmente algunas de las cuestiones que plantea directa o indirectamente en el segundo, orientadas a un objetivo: dar una campanada, hacer una llamada de atención en un momento considerado límite para la izquierda y hacer una propuesta de reorientación práctica, clara.

La situación límite es la del "declive progresista" (p. 22), entendido como parte de la boga de la (falsa) teoría del fin de las ideologías (p. 28). Siendo progresista, según reiterada profesión propia, Arroyo no se resigna ante el declive e, invocando la conclusión de I. Urquizu, en un también reciente libro (La crisis de la socialdemocracia. ¿Qué crisis?), igualmente reseñado en Palinuro (Lo que quedó en la caja de Pandora) ,viene a confiar en que no hay crisis (p. 29) si los progresistas consiguen "desempolvar los principios de siempre" (p. 35) y corrigen su principal defecto: que no saben hablar.

La querella está en el lenguaje y por eso, el autor encabeza su obra con un título tan sonoro, que trae a la memoria otro casi idéntico, aunque más clásico, de Iñaki Gabilondo, Verdades como puños y, en todo caso, los dos, con su implícita referencia a la puñada o puñetazo, harían las delicias de J. L. Austin, como ejemplo del carácter performativo de las palabras. Y aun Gabilondo habla de "verdades", algo abstracto, mientras que Arroyo lo hace de "frases", o sea de palabras, con las que se hacen las cosas, según el mentado Austin. La razón viene dada en el subtítulo de la obra, que es como un programa: "El lenguaje y las ideas progresistas". Ahí está el meollo del asunto, en la relación entre el lenguaje y las ideas, más concretamente, la forma lingüística en que se dan las ideas. Esto es lo que hay que cambiar para que los progresistas dejen de estar en declive. Así lo explicita el autor: "cambiar el marco para cambiar la visión del mundo" (p. 73). Entiendo que la visión del mundo de los demás. Al fin y al cabo, Arroyo escribe desde la perspectiva del especialista en comunicación política. La comunicación política tiene algo que ver con la propaganda. Baste con recordarlo aquí, sin necesidad de extenderse más de momento. La función de ambas es convencer al prójimo de algo. En este caso de que nuestra visión del mundo es la correcta. Para lo cual es preciso cambiar el marco.

Este es el anclaje teórico del libro, la teoría del marco (Frame Theory) elaborada fundamentalmente por G. Lakoff, colaborador de la Fundación Alternativas, con la que también lo hace Arroyo. Este reconoce la paternidad anterior de la teoría a E. Goffman, cuya obra ha sido decisiva para el desarrollo de la etnometodología. Igualmente hace debida referencia a P. Berger y Th. Luckmann, con su perspectiva de la construcción social de la realidad. Con estos antecedentes y una frecuente remisión al elefante de Lakoff, Arroyo construye la armadura teórica para interpretar después los resultados empíricos del trabajo de campo que presenta como interesantísima segunda parte del libro. No sin antes reconocer que esta perspectiva frame cuenta con una "larga tradición de la filosofía y la sociología políticas" (p. 68).

Y tanto. Los interaccionistas simbólicos a lo Goffman se sirven abundantemente de la obra de G. H. Mead y los constructivistas a lo Berger de la fenomenología de A. Schutz. A su vez, todos ellos reconocen un antecesor común de múltiples matices en el pragmatismo de J. Peirce, W. James y J. Dewey, es decir, la fuente de la que mana gran parte de la filosofía, sobre todo de la filosofía social, hasta el día de hoy en la medida en que plantea que el ser humano solo es inteligible en sus relaciones con los demás. Nada nuevo, eso de que el ser humano es social. Lo nuevo es el concepto de "social" en cuanto tejido de relaciones intersubjetivas, de forma que los hombres solo entienden y categorizan el mundo a través de los significados subjetivos/sociales que reciben, en forma lingüística. Esa es la relación que el subtítulo de Arroyo plantea, qué determina qué entre el lenguaje y las ideas, relación que está lejos de decantarse en un sentido u otro, pues, por así decirlo, las espadas siguen en alto. Sin embargo, el autor tiene partido tomado casi con la firmeza de una trinchera: "El lenguaje que se utiliza determina la visión del mundo que se tiene " (p. 36), una rotunda reformulación de la versión dura de la hipótesis de Sapir-Whorf.

Pues las espadas están en alto, esta posibilidad es real; pero también lo es la contraria. Es nuestra visión del mundo la que determina nuestro lenguaje. Preguntan entonces los whorfianos de dónde ha salido nuestra visión del mundo y devuelven la pelota los interaccionistas preguntando a su vez cómo se ha hecho el lenguaje y así podemos seguir un buen rato. El propio Arroyo, quien admite, junto con Isaiah Berlin (a quien cita en un par de ocasiones en el asunto de la libertad negativa/positiva) que los seres humanos podemos albergar valores contradictorios, da la impresión de ser en esto muy humano. Junto a la nítida formulación whorfiana asoman en este libro breves destellos de las conclusiones de la incipiente ciencia de la neuropolítica (sobre la que se extiende más en su obra anterior) según las cuales, la orientación en la pareja conservador/progresista (es decir, la visión del mundo) puede tener una fundamentación neurológica, esto es, biológica, en cuyo caso, me temo, el lenguaje no podría ser determinante. Quizá coadyuvante, pero no determinante. En todo caso, no decisivo, por lo cual será necesario resignarse a aceptar que el ambicioso programa habermasiano de una "pragmática universal" solo puede realizarse en dos universos distintos, el conservador y el progresista que, al estar biológicamente determinados, no pueden confundirse en una unidad. Una dicotomía irreductible que puede estar en la base genética de los seres humanos y así seguirá por los siglos de los siglos.

Se trata entonces de saber cómo prevalece una de las dos concepciones del mundo en unos contextos democráticos en los que la hegemonía solo puede conseguirse mediante elecciones y, para ganar estas, es preciso, claro, convencer a la mayoría. Esto solo se hace imponiendo el propio marco, a través del empleo sesgado del lenguaje. Al respecto, los progresistas, piensa Arroyo, llevan bastante tiempo fracasando porque a) no han conseguido articular su visión en términos positivos, convincentes; y b) han aceptado en muchos casos los del adversario, cargados de significados contrarios. De ahí la importancia del mensaje, básico en la actividad de comunicación política a que se dedica Arroyo. Para ello ha realizado un curioso trabajo de campo mediante un sondeo a través de Metroscopia (los datos, en el libro), para averiguar si hay diferencias en las reacciones de la gente según la forma lingüística en que se le formulen ciertas cuestiones. Y, en efecto, las conclusiones le dan la razón al comparar las respuestas a cuestiones iguales planteadas en términos opuestos como mercado, libertad, la función del Estado, el patriotismo, la religión y un buen número de asuntos conexos.

 Ahí quedan dibujados los conservadores y los progresistas. Culmina sus observaciones al dejar constancia de que, en tiempos de crisis, las gentes nos hacemos más conservadoras y miramos hacia el padre con autoridad de Lakoff. Oscilamos, por tanto, cambiamos, pero Arroyo pone un límite: lo que está, se queda. En sus palabras: "Los conservadores, que de oficio se opusieron a cada uno de los cambios políticos y sociales que los progresistas promovían, hoy dan por buenos los avances y los hacen también suyos" (p. 160); en Europa muchos de los derechos laborales, civiles o sociales "se han incorporado al acervo comunitario y son ya derechos adquiridos" (p. 162). ¿Seguro? También en este orden práctico están en alto las espadas.

Una última observación que contiene en sí una metáfora del trabajo de Arroyo (y una más de las que él mismo señala) en relación con su propio y específico marco. En todo momento, la dicotomía es entre "progresismo" y "conservadurismo". No recuerdo haber leído (aunque puedo estar equivocado) una sola vez la dualidad "izquierda" "derecha" en su libro y esta ausencia, obviamente, no es inocente. Puede, quizá ampararse en la necesidad de no generar más confusión de la que ya hay, aunque, en todo caso, convendría justificarla y sin ignorar la fastidiosa tendencia de todas las dicotomías a hacerse complejas, la de izquierda-derecha no menos que la de progresismo-conservadurismo.

En todo caso los de izquierdas (o progresistas) parecemos más aficionados a nuestra vez a enredarnos en disquisiciones terminológicas y a aceptar con Hamlet que hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que caben en nuestras filosofías.