dissabte, 2 de juliol del 2016

Cuando las paredes hablan bajo las bombas

Interesante, extraña, original película que innova estilo narrativo cinematográfico. Un curioso experimento que rompe convenciones del relato y fuerza un reacomodo continuo del espectador que no siempre se sigue con agrado porque requiere esfuerzo, como si de bañarse en dos ríos se tratara o de realizar dos actividades radicalmente distintas, por ejemplo volar y nadar. Esto no es una queja. Ninguna obra de arte es fácil ni adormece y, si lo hace, no es arte o no es obra.

Parece que es el estilo del director, Alexander Sokurov, manifiesto en un film anterior, El arca rusa que no he tenido ocasión de ver. Consiste en intercalar estilos, estructuras, personajes distintos y a niveles distintos. El título Francofonía ya preanuncia el contenido compuesto. Los dos motivos principales forman un trenzado: por una parte, un documental, con abundancia de material vintage y otro artificialmente envejecido, acerca de los museos, su función en la historia y, muy especialmente, el del Louvre. Por otra un relato de contenido histórico real pero ficcionalizado bajo la forma de las dos máximas autoridades de conservación del Louvre durante la ocupación alemana, el funcionario francés Jaujard y el jefe del departamento de la Wehrmacht a cargo de las obras de arte, el conde Wolff-Metternich.

Estas dos historias se entreveran asimismo con dos motivos menores, de un lado, unas apariciones de Napoleón Bonaparte hablando de sí mismo ante sus retratos y una Mariana con gorro frigio, proclamando el trío "liberté, égalité, fraternité"; de otro un episodio actual en que un carguero con contenedores repletos de obras de arte amenaza con naufragar en mitad de una tormenta. La pertinencia de este motivo no acaba de entenderse del todo, pero los comentarios del Gran Corso por las galerías del Louvre son magníficos y absolutamente ilustrativos acerca de las relaciones entre el arte y la guerra, haciéndose de paso un homenaje a Tolstoy y Chejov, aunque este último no me resulta tan evidente.

A todo esto, el film entero está narrado en su mayor parte en polaco en voz en off pero también tiene diálogos y parlamentos en francés y alemán. Diálogos por cierto magníficos porque vienen acompañados de explicaciones externas, apostillas esclarecedoras. El oficio de cámara es una permanente filigrana en el juego de planos, contraplanos y todo tipo de técnicas narrativas, algunas nuevas, al menos para mí.

La parte documental es espléndida, un canto al Louvre, centro del arte mundial, obra colectiva de la nación francesa desde el siglo XVI, a través de sus sucesivas ampliaciones. Ahí es donde la monarquía cede el paso a la Mariana de la revlución y esta a Napoleón. Algo se habla del incendio de las Tullerías, pero como de pasada y sin localizarlo. Las Tullerías fueron incendiadas durante la Comuna de 1871 y posteriormente demolidas. Este relativo olvido señala otro de los elementos más característicos de la película, su carácter suave, por así decirlo. La acción trascurre durante una guerra, pero de la guerra no vemos casi nada. Ciertos factores políticos, Pétain, Vichy y de epitafio, De Gaulle, Eisenhower y poco más. Lo que sí vemos son las medidas para poner a salvo los tesoros del museo. Este es el nudo del relato: estamos en guerra, pero los dos bandos reconocemos la necesidad de poner a salvo los tesoros artísticos aun contra nosotros mismos.

Y aquí es donde aparecen nuestros dos protagonistas, el funcionario francés (colaborador, pero resistente) y el oficial de la Wehrmacht (ocupante pero simpatizante) en una compleja, muy contenida relación, llena de significados ocultos y sobreentendidos. Este dueto es frecuente en las historias de nazis. Por lo general son oficiales cultos de la Wehrmacht (no de las SS) admiradores de la cultura y el espíritu del enemigo francés. Además, Wolff Metternich, este oficial, es renano y ya se sabe que Renania-Palatinado es germánica de sangre pero francesa de espíritu. Esto no tiene nada que ver con la banalización del nazismo, aunque algo se le acerque, pero por la vía de la justicia conmutativa: se trata de figuras simbólicas que nos ayudan a comprender que la aportación de Alemania a la humanidad no son los 12 bárbaros años de la Gewalthersschaft.

En fin, la película plantea multitud de otros temas cada cual más complicado pero fascinante. El oficial alemán desobedece las órdenes de sus superiores de proceder al pillaje de las obras de arte. Por ello lo destituyen. Y viene luego el destino posterior de los personajes ya en tiempo de paz. Una noble amistad tramada en el silencio de un tiempo de violencia. Especialmente llamativo el trozo dedicado a explicar que toda la afinidad que los combatientes sentían recíprocamente en el Oeste desaparecía cuando se miraba hacia el Este. El ejército nazi ocupante en Rusia no tenía oficina alguna encargada de cuidar las obras de arte. La consigna era destruirlo todo. El relato del sitio de Leningrado pone los pelos de punta y más porque está narrado en una lengua eslava, la de los Untermenschen.

En fin, me parece una gran película, aunque a veces puede sacar de quicio por su ocasional lentitud.