dimecres, 7 de juny del 2017

Estado de hostilidad

Hace unos días saltó la noticia de que un 77% de la población considera que Rajoy ha gestionado mal la "crisis catalana". Un exitazo. Cualquiera que obtenga ese resultado pedirá árnica a gritos. Menos Rajoy, a quien todo da igual. "No me consta ese 77 por ciento del que usted me habla". Urge un psicolingüista que explique los códigos de Rajoy.

Cierto que el 77 por ciento no será homogéneo. Habrá un porcentaje (seguramente minoritario) que criticará la falta de diálogo y el recurso a medidas intimidatorias, represivas, coercitivas, por no hablar de la presunta guerra sucia. Y habrá otro (sin duda mayoritario) que le repochará falta de contundencia, exceso de contemplaciones y diálogos, por no hablar de negligencias y abandonos en la defensa de los símbolos de la Patria.

En síntesis, hay dos modos de ver la "crisis catalana" (que, por lo demás, no es catalana, sino española) opuestos e inconciliables. Pero, con independencia de cuál nos caiga más simpático, estaremos de acuerdo en que lo que tenemos es un permanente estado de hostilidad mutua (aunque más poderosa la española) muy desgradable. Un estado de hostilidad no es un estado de excepción, aunque puede llegar a serlo. O lo contrario si las partes anteponen la cordura a las pasiones.

Ahora den a la tecla de retroceso y digan si no fue una muestra de irresponsabilidad colectiva pasar los últimos ocho o diez años (desde el proyecto de reforma del Estatuto de Sau hasta el reñidero actual) pretendiendo que en Cataluña no pasaba nada, ignorándolo, o considerándolo "algarabías" y que, por lo tanto, no había eso que ahora llaman "crisis catalana". Si esto, si la conllevancia orteguiana ha desembocado en abierta hostilidad, no es exagerado hablar de un fracaso estructural del sistema político de la tercera restauración borbónica. Algo que no se puede abordar con una política reducida a la actividad de los ministerios de de Justicia e Interior que, además, tampoco parecen jugar limpio.

La versión castellana del artículo:

Estado de hostilidad

En esta semana, la cumbre del referéndum anunciará la pregunta y la fecha. El Estado, por boca del gobierno, ya se ha pronunciado preventiva y amenazadoramente, recordando a los funcionarios sus obligaciones y a los directores de los colegios las suyas. Se pondrán todos los medios legales para impedir que la Generalitat lleve a cabo su anunciado propósito. Lo que no parece claro es que sean suficientes.

Dependerá, a su vez, de hasta dónde llegue la determinación del gobierno de ir adelante con la consulta. No se puede descartar una detención, suspensión, inhabilitación, procesamiento de Puigdemont y sus colaboradores, una hipótesis de periodismo ficción muy interesante que he leído recientemente. En caso de producirse una movilización de protesta con actos de desobediencia colectiva, es cuestionable que el Estado tenga capacidad para enfrentarse a ella sin recurrir a los militares y el estado de excepción.

No es realista pensar que España, cuarta economía de la Eurozona , pueda mantenerse en el ranking con una parte tan importante de su territorio (y de su PIB, muy basado en la exportación) en estado de excepción. El recio aferrarse a los principios no obsta para preocuparse por las consecuencias de los propios actos. Y si el integrista no lo ve, que alguien de su séquito se lo haga ver. La política de la confrontación es autodestructiva y, a partir de cierto momento, irreversible. Por eso hay que andar con pies de plomo. Es mejor que el plomo esté en los pies a que esté en las calaveras o en las cartucheras.

Por eso, si Puigdmont finalmente acepta presentarse en el Congreso se abre una interesante hipótesis. Si el debate se termina votando una moción, como quiere Rajoy y la derecha, ya se sabe que el voto negativo será arrasador. Pero, curiosamente, igualará a ambos gobiernos pues dejará claro que los dos obedecen el mandato de sus respectivos parlamentos, uno a favor y otro en contra del referéndum. El que está en contra, sin embargo, el Parlamento español, no tiene por qué ordenar al gobierno que lo impida por la fuerza. Le basta con significar que no le reconoce valor jurídico o político alguno, como hizo el mismo gobierno con el 9N, aunque luego se lo pensó mejor y empezó a perseguir a los protagonistas.

De aceptarse esta hipótesis, la Generalitat organizaría una consulta perfecta desde el punto de vista técnico y los resultados nos permitirían saber qué quiere la mayoría de los catalanes. La única objeción que se le podría hacer (y que se haría sin duda según saliera la consulta) sería que el voto unionista se habría abstenido mayoritariamente por temor. Una objeción a tener en cuenta y cuya mejor solución sería que el propio Estado se encargara de organizar y garantizar la consulta, por supuesto en el ámbito de sus competencias. Eso en lugar de su actitud de permanente hostilidad hacia Cataluña.
En cualquiera de los dos resultados del referéndum, la falta de efectos jurídicos puede mantenerse en algún caso; la falta de efectos políticos, en ninguno.
Ciertamente, en el caso de triunfar el “no”, los efectos políticos serán contundentes. Esfumado el marco constituyente, se vuelve al autonómico y, por tanto a unas elecciones anticipadas por ver si se dibuja un mapa político distinto. Lo que se mantendrá y se reforzará, será la actitud de hostilidad hacia una minoría que quiere pero no puede frente a una mayoría que puede, pero no quiere.

En el supuesto del “sí” a la independencia, el Parlamento tendrá que declararla unilateralmente. El Estado español no la reconocerá y el asunto irá ante la Corte Internacional de Justicia, lo que quizá abra un prolongado contencioso durante el cual se producirá todo género de conflictos entre el Estado español y la Generalitat catalana a la que aquel no reconoce legitimidad como Estado.

Entre los imponderables que pueden producirse en ese pleito se da una posible mediación de alguna benemérita instancia legitimada por el reconocimiento general, que acabe en una negociación y una fórmula, aunque sea transitoria, válida para los dos lados. Algo parecido a los acuerdos extrajudiciales a que llegan las partes en los pleitos civiles para ahorrarse gastos y no perder el tiempo, esperando una decisión judicial que se retrasa. La historia demuestra además que, muchas veces, los acuerdos provisionales o transitorios son más duraderos que los que se querían eternos.

Y sea como sea, es obvio que esa mediación exigirá como requisito la celebración de un referéndum vinculante para ambas partes. No querían uno y pueden acabar teniendo dos.