Es mostren els missatges amb l'etiqueta de comentaris Cine.. Mostrar tots els missatges
Es mostren els missatges amb l'etiqueta de comentaris Cine.. Mostrar tots els missatges

dissabte, 27 d’agost del 2016

El humorista sádico

He visto que esta película de Allen está cosechando críticas mixtas, muchas muy desfavorables. A mí me parece espléndida. Deslumbrante. Lo que llaman una obra maestra en su género y una de madurez. De madurez dentro de la madurez, añado. Al fin y al cabo, el hombre tiene 80 años. A ver qué hacen los críticos negativos cuando lleguen a esa edad.

Década de los treinta, después de los roaring twenties,  época de la gran depresión, de la que aquí no se ve nada. Sí esa del fascismo en Europa y las uvas de la ira en los Estados Unidos. Ubicación:   Los Ángeles (Hollywood) y Nueva York. La recreación, exquisita. Un regalo para la vista. Una ambientación a lo Gran Gatsby. Todo está integrado en una unidad que ilustra visualmente la narración y todo es todo, la dirección de actores, los planos, los movimientos de cámara, los cuidadísimos encuadres, las músicas, la fotografía y hasta los fundidos. Todo cuidado, nada al azar y, sin embargo, la historia es tan fresca y liviana que parece improvisada sobre la marcha. Es un relato visualizado o un espectáculo relatado en una especie de homenaje al celuloide rancio.

La estructura narrativa, rotundamente cinematográfica, es también muy literaria. La historia está narrada en off, punteada por unos diálogos llenos de chispa e ingenio. Esto libera a los actores de un trabajo adicional: el de dar a entender lo que piensan mientras hablan cuando, como suele suceder, ambas cosas no coinciden. Es el relator exterior quien nos cuenta lo que piensan o recuerdan o esperan los personajes y estos pueden concentrarse en lo que dicen, lo cual da a los parlamentos, muy rápidos, una gran fuerza y permite que los actores se luzcan.

Los temas son los habituales en la panoplia de Allen: los judíos (a ser posible, de Brooklyn), Nueva York (mucho Central Park), la música en garitos al sonido del saxo, y el cine dentro del cine, con fotos o trozos de pelis de diversos famosos de la época. Todo administrado con un enfoque definido en un momento de la peli como una historia contada por un humorista sádico. No sé si el término está bien escogido, pero se capta la idea.

La historia tiene un poso muy amargo. La trama se desenvuelve casi por sí sola en un entrecruzarse de vidas (los magnates, los gangsters, la gente del común, los divos, etc) atropellado y circunstancial. Entreverada en ese tumulto hay una profunda historia de amor con un elemento trágico, cuando este se sublima por no realizarse a causa de impedimentos mundanos. 

Ese final magistral, mudo, en modo alguno feliz, resume la historia.

dijous, 18 d’agost del 2016

El gore filosófico

Hay diversas maneras de tratar los más densos problemas de la ética y la filosofía moral. Una de ellas es mediante sesudos ensayos académicos, llenos de sutilezas y distingos hasta marear. Otra, mediante la literatura, la novela, el teatro. Otra mediante comics o historietas de aventuras. Esta tercera es la de la película en comentario y el grave tema, la eutanasia. Ya sabemos que se trata de algo muy serio, que toca lo más profundo de las personas y plantea todo tipo de conflictos. Por ello, el director parece haber decidido sacudírselos de encima con una referencia colateral. En uno de los escasísimos diálogos morales se plantea la cuestión de si se trata de sustituir a Dios, que es una de las facetas del problema y no la más interesante. Ese problema ya lo había resuelto el propio Dios en su libro, cuando el arcángel San Miguel lanza el célebre "¿quién como Dios"? La última y más célebre versión hasta hoy es el Frankenstein de Mary Shelley. Todo lo demás es un thriller de lo más visto, persecución de coches por las calles de Nueva York incluida (taquilla segura) y relámpagos de gore con destellos de El resplandor y en la más rancia tradición de los estudios Hammer, actualizados, claro.

Lo habitual es atribuir el intento de suplantar a Dios a la ciencia. El film introduce una variante: el intento corre ahora a cargo de lo paranormal. Tanto los criminales -se trata, ya se sabe, de un asesino en serie, también fórmula segura- como los que los combaten tienen facultades milagrosas, ven el futuro y el pasado. Obviamente, la ciencia no puede padecer así que, al comienzo de la historia, la agente del FBI (son pareja, tipo mayor y joven ambiciosa) dice que no cree en lo paranormal. El doctor que la policía contrata por sus dotes paranormales coincide: es médico, científico, no cree en lo paranormal. Pero él tiene dotes paranormales. O sea, haberlas haylas. Tanto Hollywood para esto.

Con tan absurdo planteamiento, el desarrollo ya es barra libre. Sentimentalismo a raudales, turbulencias, mucha tecnología, disparos, garages, apartamentos, el metro, asaltos, movimiento incesante. La clave del problema moral entre tanto ruido, se nos da al final en un flash back del principio de todo. Claro, si nos lo exponen antes, no hay película.

Y que hay película lo atestigua el almibarado final feliz en la más cursi tradición de Hollywood.

dimarts, 9 d’agost del 2016

Sorpresas del verano

Ayer, y por casualidad, tuve ocasión de ver una película casi desconocida que, sin embargo, merecería mayor notoriedad. Estrenada en 1964, no pudo verse en España hasta 1979 porque trataba precisamente de España y de un episodio de los últimos maquis. No es que sea un relato antifranquista. Casi no tiene ideología ni hay crítica especial al régimen fuera de la que se derivaba de la realidad cotidiana a nada que se tuviera una cámara y se pudiera fotografiar lo que era la realidad del país a comienzos de los sesenta.

El director es Fred Zinnemann, el de Solo ante el peligro, y es claro que la historia había de interesarle porque tiene muchos elementos en común con la gran peli de Gary Cooper: un hombre solo contra todos. La trama está sacada de una novela que no conozco, que dio el título al film en inglés, Behold a pale horse, un verso del Apocalipsis de San Juan (6,7-8), algo así como "He aquí un caballo ceniciento" cuyo jinete se llama muerte. Es el cuarto jinete. Quizá haya algo de desmesura en el título, al dar el tono apocalíptico a una historia de guerrilleros, Guardia Civil, resistencia, franquismo. A lo mejor por eso le cambiaron el nombre en la versión española a este intragable ...Y llegó el día de la venganza. Y, desde luego, se lucieron. Casi hubiera sido mejor que tradujeran del original.

La película es una rareza. Hay muy pocos films sobre la guerra/posguerra de España hechos fuera y, entre estos, menos norteamericanos. No sé si hay alguno además de Por quién doblan las campanas. Yankees, quiero decir. Porque esta es una película indudablemente yankee pero de una calidad más que notable. El trío protagonista, Gregory Peck (un trasunto de Quico Sabaté, el último maquis), Anthony Quinn (un capitán de la Guardia Civil) y Omar Shariff (un cura) bordan sus papeles bajo una dirección muy competente. Sin duda, cualquier casticista señalará los sempiternos fallos (que si el rejoneo de Anthony Quinn al comienzo es un pelín ridículo, que si los guardias civiles no tienen esa pinta de rangers, que si a Gregory Peck le sobra una cuarta para ser español, etc) pero la verdad es que la ambientación y el guión son excelentes. Está rodada en el blanco y negro que se llama "sucio", con lo que se evita que canten algunos colores, por ejemplo, el de los ojos de los protagonistas. La fotografía es excepcional y debe señalarse el trabajo de documentación que han hecho el director y el equipo, reconstruyendo escenarios de la guerra civil y la derrota republicana directamente sacados de fotos famosas de la época, fotos de Capa o de Centelles o de otros no menos característicos. Y cuando digo "sacados", quiero decir "reproducidos". Los planos del gendarme desarmando a los vencidos combatientes de la República trasmiten el espíritu de aquellos tristes momentos.

La historia es sencilla: Manuel Artiguez, un guerrillero solitario, vive en el exilio en un pueblo francés muy cercano a la frontera, desde donde hace incursiones en España en las que mata guardias civiles y roba dinero para la causa, no para sí mismo. El capitán de la GC, Viñolas, la tiende una trampa, aprovechando que su madre (de Artiguez) ha sido hospitalizada y está muriéndose. La intriga se complica porque la madre muere antes de que pueda servir de gancho para la emboscada de su hijo, pero los franquistas querrán ocultárselo a Artigues para hacerlo venir. El guerrillero sabe la verdad mediante los oficios de un cura del lugar quien le avisa de que su madre ha muerto. La película, ya se ha dicho, no es un alegato antifranquista, pero no se anda por las ramas en llamar a todas las cosas pr su nombre. Solo este episodio del cura "bueno" o "comprensivo" desmerece algo de la calidad del fin, al caer en esa trampa en que caen muchos relatos del franquismo, de presentar una Iglesia católica resistente a la dictadura. Nada más falso: la Iglesia católica se fundió con el franquismo, fue complice y beneficiaria de los crímenes de la dictadura, llevaba al dictador bajo palio y su función opositora al régimen (un puñado de curas de los barrios marginados) fue inexistente.

Aun sabiendo que su madre ha muerto, Artiguez cruza la frontera y va a donde lo están esperando para ajustar cuentas. 

Lo dicho: estrenada en 1964, cuando ya la guerra estaba lejana y se abría paso el desarrollo de los tumultuosos años sesenta, no levantó gran atención. Sin embargo, es una estupenda película.

dissabte, 2 de juliol del 2016

Cuando las paredes hablan bajo las bombas

Interesante, extraña, original película que innova estilo narrativo cinematográfico. Un curioso experimento que rompe convenciones del relato y fuerza un reacomodo continuo del espectador que no siempre se sigue con agrado porque requiere esfuerzo, como si de bañarse en dos ríos se tratara o de realizar dos actividades radicalmente distintas, por ejemplo volar y nadar. Esto no es una queja. Ninguna obra de arte es fácil ni adormece y, si lo hace, no es arte o no es obra.

Parece que es el estilo del director, Alexander Sokurov, manifiesto en un film anterior, El arca rusa que no he tenido ocasión de ver. Consiste en intercalar estilos, estructuras, personajes distintos y a niveles distintos. El título Francofonía ya preanuncia el contenido compuesto. Los dos motivos principales forman un trenzado: por una parte, un documental, con abundancia de material vintage y otro artificialmente envejecido, acerca de los museos, su función en la historia y, muy especialmente, el del Louvre. Por otra un relato de contenido histórico real pero ficcionalizado bajo la forma de las dos máximas autoridades de conservación del Louvre durante la ocupación alemana, el funcionario francés Jaujard y el jefe del departamento de la Wehrmacht a cargo de las obras de arte, el conde Wolff-Metternich.

Estas dos historias se entreveran asimismo con dos motivos menores, de un lado, unas apariciones de Napoleón Bonaparte hablando de sí mismo ante sus retratos y una Mariana con gorro frigio, proclamando el trío "liberté, égalité, fraternité"; de otro un episodio actual en que un carguero con contenedores repletos de obras de arte amenaza con naufragar en mitad de una tormenta. La pertinencia de este motivo no acaba de entenderse del todo, pero los comentarios del Gran Corso por las galerías del Louvre son magníficos y absolutamente ilustrativos acerca de las relaciones entre el arte y la guerra, haciéndose de paso un homenaje a Tolstoy y Chejov, aunque este último no me resulta tan evidente.

A todo esto, el film entero está narrado en su mayor parte en polaco en voz en off pero también tiene diálogos y parlamentos en francés y alemán. Diálogos por cierto magníficos porque vienen acompañados de explicaciones externas, apostillas esclarecedoras. El oficio de cámara es una permanente filigrana en el juego de planos, contraplanos y todo tipo de técnicas narrativas, algunas nuevas, al menos para mí.

La parte documental es espléndida, un canto al Louvre, centro del arte mundial, obra colectiva de la nación francesa desde el siglo XVI, a través de sus sucesivas ampliaciones. Ahí es donde la monarquía cede el paso a la Mariana de la revlución y esta a Napoleón. Algo se habla del incendio de las Tullerías, pero como de pasada y sin localizarlo. Las Tullerías fueron incendiadas durante la Comuna de 1871 y posteriormente demolidas. Este relativo olvido señala otro de los elementos más característicos de la película, su carácter suave, por así decirlo. La acción trascurre durante una guerra, pero de la guerra no vemos casi nada. Ciertos factores políticos, Pétain, Vichy y de epitafio, De Gaulle, Eisenhower y poco más. Lo que sí vemos son las medidas para poner a salvo los tesoros del museo. Este es el nudo del relato: estamos en guerra, pero los dos bandos reconocemos la necesidad de poner a salvo los tesoros artísticos aun contra nosotros mismos.

Y aquí es donde aparecen nuestros dos protagonistas, el funcionario francés (colaborador, pero resistente) y el oficial de la Wehrmacht (ocupante pero simpatizante) en una compleja, muy contenida relación, llena de significados ocultos y sobreentendidos. Este dueto es frecuente en las historias de nazis. Por lo general son oficiales cultos de la Wehrmacht (no de las SS) admiradores de la cultura y el espíritu del enemigo francés. Además, Wolff Metternich, este oficial, es renano y ya se sabe que Renania-Palatinado es germánica de sangre pero francesa de espíritu. Esto no tiene nada que ver con la banalización del nazismo, aunque algo se le acerque, pero por la vía de la justicia conmutativa: se trata de figuras simbólicas que nos ayudan a comprender que la aportación de Alemania a la humanidad no son los 12 bárbaros años de la Gewalthersschaft.

En fin, la película plantea multitud de otros temas cada cual más complicado pero fascinante. El oficial alemán desobedece las órdenes de sus superiores de proceder al pillaje de las obras de arte. Por ello lo destituyen. Y viene luego el destino posterior de los personajes ya en tiempo de paz. Una noble amistad tramada en el silencio de un tiempo de violencia. Especialmente llamativo el trozo dedicado a explicar que toda la afinidad que los combatientes sentían recíprocamente en el Oeste desaparecía cuando se miraba hacia el Este. El ejército nazi ocupante en Rusia no tenía oficina alguna encargada de cuidar las obras de arte. La consigna era destruirlo todo. El relato del sitio de Leningrado pone los pelos de punta y más porque está narrado en una lengua eslava, la de los Untermenschen.

En fin, me parece una gran película, aunque a veces puede sacar de quicio por su ocasional lentitud.

diumenge, 19 de juny del 2016

¿Quién como Dios?

Excelente idea la de la Fundación telefónica de Madrid con su exposición Terror en el laboratorio, comisariada por María Santoyo y Miguel A. Delgado. Con motivo del doscientos aniversario de la noche en que se concibió la novela de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, la exhibición se centra en seis figuras fantásticas que han dejado poderosa huella en la imaginación de los seres humanos, de la que también habían nacido: El hombre de arena (1816), de E. T. A. Hoffmann, Dr. Frankenstein (1818), de Mary Shelley, La Eva futura (1886), de Auguste Villiers de l'Isle-Adam, El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson, La isla del Dr. Moreau (1896) y El hombre invisible (1897), ambas de H. G. Wells. No es que la exposición sea gran cosa desde el punto de vista de las piezas exhibidas, sino más bien pobre. Pero al remitir su contenido al mundo fabuloso de seis narraciones extraordinarias, su alcance es infinito, sobre todo para quien, como Palinuro, es aficionado a este género y está especialmente familiarizado con algunos de los personajes, como el de Hoffmann y los de Stevenson.

Antes de nada, por amor a la justicia, debe recordarse que aquella noche al borde del lago Leman que esta exposición conmemora y en la que los cuatro amigos que tomaron refugio de la tormenta (Mary Shelley, su marido Percy, el poeta Byron y su médico, John Polidori) no solo vio el nacimiento de esa figura extraordinaria, el monstruo de Frankenstein, sino el de otra no menos poderosa, legendaria y difundida en Occidente: el vampiro. Shelley terminó su novela, que causó un gran impacto. No estamos muy seguros de quién redactó la del vampiro, si Byron o Polidori. Al día siguiente amaneció bueno y, mientras Mary Shelley seguía escribiendo su historia, el que hubiera redactado la del vampiro, la interrumpió y no volvió  ocuparse de ella, quedando fragmentaria. Aparecería publicada algo más tarde bajo el nombre de Byron, pero hay buenos argumentos para sostener que el autor fue Polidori quien, probablemente por despecho o disgusto, se suicidó después, sin sospechar que sería el comienzo de la historia de Drácula.

No obstante, es lógico que la exposición no trate del vampiro porque su elemento central es el ser humano fantástico creado por otro ser humano en un claro reto al Dios creador. Eso es lo que tienen en común nuestros seis héroes, por llamarlos de alguna manera, figuras inquietantes que pueblan nuestros recuerdos infantiles y nuestras fantasías y miedos de adultos.

El más explícitamente dirigido al onirismo de la infancia (y, de paso, el que más fascinante y de mayor calidad me parece) es el hombre de arena, de Hoffmann, Der Sandmann, que arranca de una superstición infantil alemana que aquí traduciríamos con pleno acierto como "el Sacamantecas" y se usa para asustar a los niños. Hoffmann tenía esa temible capacidad de enredar en una sola bola de misterio, angustia y terror todas las edades de la vida, las actividades, las épocas, los estilos, las referencias literarias y, cómo no, las musicales porque él mismo era Kapellmeister. El hombre de arena, como se sabe, es la segunda pieza de los Cuentos de Hoffmann, de Hoffmanstahl. Tengo por imposible resumir el relato de Hoffmann, por sus múltiples referencias al pasado, al presente, a las ciencias, las artes, la psicología. El objeto del relato, Olimpia, la falsa hija de un falso científico de la que se enamora el héroe (retorcidamente bautizado como Natanael) y por la que enloquece, es una autómata, una muñeca animada en la tradición, por entonces, de las leyendas del Golem y el homúnculo de San Alberto Magno. Pero ¿qué decir cuando el amigo del contrahéroe le explica que su obsesión con Olimpia es producto de sus fantasías subconscientes un siglo antes de que Freud expusiera sus doctrinas?

Hay poco de El hombre de arena en la exposición por razones evidentes: es la trama más literaria, compleja y difícil de todas (aunque La Eva futura no se quede atrás, el menos por razones formales), perteneciente, además, el subgénero epistolar. En cambio, Frankenstein es casi omnipresente. También por motivos fáciles de entender porque, aunque el subtítulo remite al mito prometeico, la historia escrita por la hija de Mary Wollstonecraft es la más lineal y también la más clara (que no unilateral) en el planteamiento de las cuestiones filosóficas y morales de estas obras. ¿Puede el hombre sustituir al Creador, al gran demiurgo? ¿En dónde están los límites entre el bien el mal? Y asuntos similares. Por la trama urdida, tan vistosa, la novela de Shelley se haría mundialmente famosa a partir del cine. Frankenstein ha dado lugar a docenas de versiones, más o menos fieles a la novela, empezando por la más famosa de todas, el Dr. Frankenstein (1931), de James Whale, con el fabuloso Boris Karloff, que no fue, ni mucho menos la primera y llegan hasta hoy mismo, con la última versión, Frankenstein (2015), narrada desde el punto de vista de la propia criatura con ánimo de exponer las miserias, cueldades y barbaridades de nuestro mundo. Precisamente hoy estaba viendo de nuevo la versión de 1994, dirigida en interpretada por Kenneth Branagh, que hace hincapié en una secuela de la novela. Otras versiones lo han hecho en otros aspectos, como La novia de Frankenstein, pues debe recordarse que lo que convierte al monstruo en enemigo de la humanidad es que Frankenstein se niegue a darle una pareja, algo que emparenta más la historia con el Génesis que con la mitología griega.

A la entrada de la exposición se proyecta una concatenación de trailers de películas de Frankenstein a lo largo del tiempo. Es una buena idea, aunque algo fatigosa, porque permite ver a qué extremos de delirio lleva el cine una historia con tal de sacarle provecho comercial. Hay trozos de la película de Whale, pero también otros disparatados en los que Hollywood mezcla a Frankenstein con el hombre-lobo (y no es lo peor, esta cinta la salva la interpretación de Lon Chaney) o con Drácula, sin permiso de Polidori, claro. Y llega a auténticas estupideces como las películas de la pareja Abbott y Costello, unas miserables caricaturas de los geniales Laurel y Hardy.

El periodo intermedio, por asi decirlo, es el ocupado por La Eva futura, de Villiers de l'Isle-Adam y el Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, de Stevenson. De nuevo se manifiesta aquí una curiosa dualidad: mientras que la historia de Jeckyll y Hyde ha pasado muchas veces al cine y al teatro, apenas hay versiones -si no son indirectas- de La Eva futura, de forma que, para mucha gente, es una desconocida. Y me atrevo a decir que por la misma razón por la que casi nadie conoce El hombre de arena y todo el mundo ha visto Frankenstein: por la accesibilidad del relato y su carácter popular. Villiers de l'Isle-Adam, un aristócrata venido a muy menos, cuyo radicalismo lo llevó a luchar del lado de los Communards de 1871, era un hombre difícil, de trato dificil y estilo y prosa difíciles, como debe esperarse de alguien influido por Baudelaire y Mallarmé y representante del modernismo y el simbolismo en la literatura. Sus Cuentos crueles, la única obra, creo, que ha alcanzado el favor del público, se siguen editando y leyendo hoy día porque su brevedad, originalidad y estilo menos alambicado así lo permiten. La Eva futura ya es otra cosa. Hay quien la encuentra intragable. No es mi caso, pero reconozco que ese denso diálogo entre dos personajes requiere aguante. Su trama enlaza directamente con Hoffmann porque también aquí se trata de una mujer autómata, creada por Edison para resolver un problema de un gran amigo suyo a punto de suicidarse. Pero la similitud se acaba ahí. Lo que interesa a Villiers es cargar contra las mujeres, a las que tiene en gran aborrecimiento en un paroxismo de misoginia. Es la idea de la mujer vaso del mal y origen de la desgracia de los hombres. De hecho, la exposición relaciona con tino esta criatura con la falsa María que crea el odioso capitalismo en la película de Fritz Lang, Metrópoli (1927) para engañar a la clase obrera. La obra de Villiers, a pesar de todo, tiene puntos de grandísimo interés y no solo formales. El autor llama a la autómata Andreida y pasa por ser el inventor del término hoy ubicuo de androide.

Es poco lo que puede decirse de Jeckyll y Hyde, universalmente conocidos a través de películas y reediciones del libro que nunca está descatalogado. Hasta los políticos, que no suelen saber nada de nada, los ponen de ejemplos del bien y del mal, el amigo/enemigo schmittiano, el maniqueísmo de la especie. Parece mentira que una novela tan corta, tan sucinta y sencilla, tenga ese impacto sobre la dualidad moral de la humanidad. Pero así es. Stevenson la escribió en un acceso de febril creatividad, mientras guardaba cama por la tuberculosis que acabaría matándolo, en ocho días. Terminada la obra, la releyó entera y, asustado por su contenido, la arrojó al fuego, sin que quedara nada de ella. Luego, la reescribió de memoria. Siempre he jugado con la pregunta de ¿quién obligó a Stevenson a reescribir esta genialidad?

Los otros dos puntos de la exposición se apartan por razones distintas de los modelos anteriores. La isla del Dr. Moreau, (1896), de H. G. Wells, que cuenta también con numerosas adaptaciones cinematográficas, es mucho menos popular que Frankenstein o Jeckyll, muy probablemente porque no hay un monstruo singular y concreto, sino muchos e indiferenciados; porque no hay posibilidad de empatizar por vía alguna con el científico que experimenta en los límites de lo convencional y moralmente aceptable ni con sus monstruos; y porque genera una sensación de desagrado e incomodidad que hunde sus raíces en esos oscuros estratos que compartimos con los animales. La novela se escribió en pleno debate sobre la necesidad de prohibir la vivisección, debate que se mantiene un siglo y pico después y en el comienzo de un movimiento que todavía encuentra muchos obstáculos, esto es, el de los derechos de los animales. El Dr. Moreau mezcla seres humanos con animales en un fantástico empeño por inculcar en las especies irracionales las pautas del entendimiento humano. El resultado es terrorífico, por descontado. Y algo de esto alienta en los avances de la genética, los experimentos de clonación y las pruebas transgénicas.

Al lado de lo anterior, la historia de El hombre invisible tiene mucho menos fondo, si bien cuenta igualmente con una larga serie de adaptaciones cinematográficas porque el problema formal que plantea, esto es, cómo hacer invisible a una persona en la pantalla (o en un escenario de teatro) es un reto al que los cineastas y dramaturgos se resisten con dificultad. Todos ellos, del primero al último, llevan en el fondo de su corazón unas gotitas de Georges Méliès; todos ellos esconden en su interior un  aficionado a la magia, la prestidigitación, el espectáculo fantástico. Por supuesto, la novela de Wells, que era un socialista convencido, apunta cuestiones filosóficas y morales (delito, traición, afán de dominación mundial, reino del terror, etc), pero su fuerte está en el aspecto mágico de la peripecia. En realidad, El hombre invisible arranca de un espíritu y un propósito cercanos a La máquina del tiempo y también de Jeckyll, en la medida en que el científico es incapaz de revertir el resultado de sus experimentos. Es un relato de aventuras. 

En fin, la exposición está muy bien. Sirve para que se dispare la imaginación y se visiten regiones repletas de memorias. Merece la pena.

dilluns, 6 de juny del 2016

Carmen, mito de España

En el Matadero de Madrid hay una fabulosa exposición sobre Carmen, la heroína de la novela de Mérimée y la ópera de Bizet; la Carmen de España, el genio de la raza: gitanos, toreros, bandoleros, contrabandistas, flamenco, amor loco, celos, navajas, crimen pasional: todos los rasgos (o sea, los topicazos) de la imagen de España desde el siglo XIX. Y la famosa habanera que Bizet le medio robó a Sebastián Iradier, El amor es un pájaro rebelde...

La expo está comisariada por Luis F. Martínez Montiel y José Luis Rodríguez Gordillo y tiene un contenido amplísimo. Hay objetos: facas, abanicos, capotes, cigarros, máquinas de liarlos (no se olvide que Carmen es una trabajadora de la fábrica de tabaco de Sevilla). vestidos de faralaes, peinetas, crucifijos, etc. Hay abundancia de obra gráfica: muchísimas fotos, fotogramas de infinidad de películas, figurines para las representaciones operísticas, dibujos, bocetos, acuarelas, grabados, pinturas. Hay cuadros de Lucas Velázquez, Jenaro Villaamil, Raimundo de Madrazo, por supuesto, Julio Romero de Torres, etc y contemporáneos como Juan Gris, Francis Picabia, Eduardo Arroyo, dibujos de Antonio Saura, ilustraciones dee Picasso (y otras del propio Mérimée y de Sáez de Tejada) y obra exprofesso para la exposición de Luis Gordillo.

El impacto de la historia en el cine es enorme. ¿Quién no ha visto alguna versión cinematográfica de Carmen? Las actrices más famosas probaron su mano: las "fatales" Theda Bara y Pola Negri, Dolores del Río, Rita Hayworth (con Glenn Ford de don José), Imperio Argentina, Carmen Amaya, Sara Montiel y hasta una Carmen negra en la versión que hizo Otto Preminger de Carmen Jones (Dorothy Dandrige) con el relamido Harry Belafonte de don José y hasta una burla de Charles Chaplin. Por supuesto, en ópera y artes escénicas en general, aluvión de versiones de Carlos Saura, Martín Patino, Vicente Aranda, Antonio Gades, por no hablar de los históricos Florián Rey, Quintero-León y Quiroga y Federico García Lorca.

Todo en loor de Carmen, mito de España. Mujer bravía, amor desgarrado, pasión y muerte.

Vale. Pero obsérvese un hecho curioso: es un mito español fabricado por dos extranjeros, dos franceses; de un lado Prosper Mérimée, publicó la novela corta Carmen en 1845, que no encontró buena acogida hasta que Georges Bizet compuso la ópera de igual nombre en 1875 con libreto de Ludovic Halévy y Henri Meilhac sobre la novelita de Mérimée. Tampoco aquí sonrió la fortuna; Carmen aguantó poco en el escenario y Bizet murió ese año a los 30 de edad. Fue el posterior estreno en Viena el que marcó el comienzo de la fama mundial: Carmen, revolucionaba el género operístico, abría paso a la ópera italiana, recordaba al mundo que al sur de Europa había un exótico y fascinante país que tiempo ha había sido un imperio y ahora era un lugar de aventura y misterio y su símbolo era ese, Carmen.

El mito de España se forjaba fuera de ella y como uno de los primeros ejemplos de lo que Edward Saïd ha calificado después como Orientalismo. España era en sí misma un poco oriental, tierra extraña y atormentada de gente pasional, fanática, clima extremo y costumbres semi bárbaras. Victor Hugo, Borrow, Manet, Washington Irving y otros viajeros por estas agrestes latitudes, puerta al aun más misterioso Oriente a través del África, dejaban este testimonio que aparecía condensado en la obra de Mérimée y se convertía en tema mundial, con la ópera de Bizet. Esta sigue el relato del novelista, pero introduce cambios substanciales que han facilitado el simbolismo de Carmen-amor-toreros-pasión como genuinamente español en detrimento de otro que está en la novela de Mérimée pero en la ópera se esfuma. Un tema interesantísimo sobre el que volveré al final del post. Paciencia.

Dícese que Mérimée se inspiró para tan rotundo tema en un poema de Puchkin, Los gitanos que él mismo tradujo del ruso. Cierto, algo ayudaría: Carmen de Triana es gitana, rumí, bohemia. Pero el antecedente real del personaje está en otra novela anterior de Mérimée, publicada en 1840, Colomba, una historia de pasión, venganza y muerte situada en Córcega con una protagonista, Colomba della Robbia, mujer temperamental que busca a toda costa vengar el asesinato de su padre. Carmen tiene mucho de Colomba.

Reiteremos: el mito de España no es autóctono. Autóctono sería, y es, el Cid Campeador, el Gran Capitán, Roger de Llúria o, si de mujeres vamos, Agustina de Aragón. Carmen refleja una mirada extranjera: la del civilizado europeo que viaja por la Andalucia de los bandoleros y queda prendado del exotismo y, claro, primitivismo, de este pueblo noble, feroz, sanguinario. Es un mito foráneo impuesto a una sociedad como la española del XIX desestructurada, acosada por guerras civiles, incapaz entonces (y ahora) de elaborar un relato propio de su "ser" colectivo, si tal cosa existe. Es decir, en el siglo XIX, cuando las naciones europeas se vuelven sobre sí mismas y buscan en ellas su esencias, su Volksgeist y ensalzan sus héroes/heroínas patrios en muchos y muy diversos órdenes (Nelson, Wellington, Wellesley, Napoleón, Garibaldi), en España nos fabrican una heroína de folklore que no solo no es símbolo de nación alguna sino que, por ser gitana, carece de ella, es, en realidad, apátrida.

Aquí quedaría mi interpretación de Carmen, mito de de España, pero no nacional, si acaso reiterando las variantes entre el libreto de la ópera y la novela de Mérimée. En aquella, la protagonista absoluta es, desde luego, Carmen, pero su contraparte es el torero Escamillo, mucho más importante que don José. En la novela, sin embargo, es al revés: la heroína es, sí, Carmen (aunque a veces entren dudas porque la narración es un relato en primera persona que hace don José antes de que lo ejecuten, al viajero/arqueólogo, francés que ha venido buscando unas excavaciones de Munda, de las que nadie parece saber nada), pero su antagonista es, definitivamente, don José y el drama es pasión, celos, muerte. O sea un caso de violencia de género como los vemos hoy.

Pero hay más. Hay otro elemento decisivo en la novela que apenas se menciona en la ópera y ha desaparecido de la leyenda posterior: Carmen, siendo gitana, no es española... y don José, a pesar de su nombre, tampoco. Es vasco, navarro, de Elizondo, en el valle del Baztán. Y habla euskera. 

Colomba era de ambiente corso y el relato enfrenta la minoría corsa, con brava conciencia nacional, con Francia. Mérimée había encontrado un filón en esos pueblos fieros y orgullosos de su personalidad que se resisten a ser integrados en el mainstream del nacionalismo dominante decimonónico. Y eso es Carmen. Don José lo tiene muy claro: es soldado del ejército español, pero no es español. Es vasco y, precisamente, lo que le hace faltar a su deber y liberar a Carmen a la que lleva prisionera, lo cual desencadena toda la tragedia, es que ella dice ser gitana, pero haber nacido cerca de Elizondo y llamarse Carmen de Etxalar. Sea ello cierto o no pues Carmen no es personaje que pare mientes en verdades o mentiras cuando se trata de asuntos graves, sí lo es que habla algo de euskera y, al hacerlo, acaba de abrir el corazón de don José y el cierre de sus grilletes. Los dos son miembros de minorías que luchan por su existencia.

O sea, Carmen,  es el mito de España, pero no por ser español sino, precisamente, por no serlo.

dissabte, 4 de juny del 2016

Un cine médico

Esta es la segunda película del médico francés Thomas Lilti. La primera, Hipócrates de hace unos años, fue un éxito en Francia y esta otra parece haberlo sido más. Un millón y medio de espectadores o algo así. Un éxito bien merecido. Aquí debiera serlo también, pero no estoy seguro. Hay dos factores que debieran ayudar: en primer lugar, es una película francesa. Se espera un mínimo alto de calidad y, de ahí, para arriba. Será, y es, un film realista, que habla a la gente de su vida, de la vida cotidiana, de una forma que la inmensa mayoría siente como propia. No hay peleas a puñetazos, ni edificios de 100 plantas convertidos en teas, ni persecuciones de bulldozers, ni hombres que vomitan rayos verdes, ni ciudades invadidas por dragones voladores metálicos. Una historia normal, con algún tipo de interés literario (pero de eso, luego) con gente normal, que conduce coches con abolladuras, calienta el café en el microondas, va a su trabajo y tiene una vida familiar y asiste a los festejos municipales.

En segundo lugar, es una película hecha por un médico que quiere hablar de su profesión y hace casi un documental sobre un médico rural. Obvios, todos los subtemas de esa realidad: la relación médico-paciente es cercana, humana y con muchos matices; el contraste con la medicina hospitalaria es agudo y conflictivo; el médico rural no tiene horarios ni guardias, no ejerce la medicina sino que la vive y más cosas, por supuesto. Tiene, pues, corte realista, muy directo, casi seco... Pero es también una historia de ficción, un relato inventado, con sus claves y su ilusión. En cierto modo, este cine es literario, en la tradición de esa mezcla de mundos, el médico y el literario, que se ha dado desde siempre en la historia. De hecho, Jean-Pierre, el protagonista, recomienda a Nathalie, una joven doctora que se le incorpora como refuerzo, alguno de los Relatos del joven médico, de Mijail Bulgakov, el de El maestro y Margarita.

Desde siempre ha habido médicos literatos, tantos que los muy meritorios esfuerzos críticos por encontrar alguna motivación o vinculación específica entre la vocación médica y la literatura tienen jardines enteros para solazarse. Médicos fueron Rabelais, Schiller, Chejov, Conan Doyle, Axel Munthe, Carlo Levi, Pío Baroja, Somerset Maugham y el innombrable Louis-Ferdinand Céline, así, por citar los más conocidos y seguro que se me escapan otros no menos eminentes. Pero todos los géneros, los estilos, los temas, específicos y no específicos. Los médicos son moradores permanentes del universo creador, de ficción, de la Dichtung que dicen los alemanes. Y ya no hablemos de la filosofía y, por supuesto, la teoría política; solo el nombre de Locke es timbre de gloria para la profesión.

Pero la película, muy elegante y discretamente narrada, con un notable buen gusto a la hora de mostrar la cruda realidad del ser humano como paciente sin regodeos gore, se mueve en esa dimensión puramente literaria. Echa mano de dos elementos narrativos con cierta prosapia, que funcionan como dos subrelatos: el tumor cerebral inoperable que le diagnostican al protagonista al comienzo del relato y el desarrollo de una relación maestro-discípulo a lo largo de toda la historia.

El primer subrelato, el tumor cerebral, introduce un elemento de incertidumbre y angustia que el espectador comparte en secreto con el protagonista porque este decide no contar su enfermedad a nadie, ni a su ayudante. Eso condiciona su vida y también nuestra visión de ella, pues "estamos en el ajo". Que yo recuerde, es la situación de Blaise Meredith, el cura de la novela de Morris West, El abogado del diablo, con un cáncer incurable al comienzo del proceso; o la del abuelo de la novela de José Luis Sampedro, La sonrisa etrusca. Cómo encara la vida alguien que debe compartirla con un enemigo interno que terminará por vencerlo. Hay diálogos en la película que se entienden en esa clave.

El segundo, el maestro y la discípula, da también mucho juego. Es una relación compleja, entre dos adultos inteligentes, apasionados de su profesión y que, además, tratan de entenderse el uno al otro y varían sutilmente su respectivos conceptos en una filigrana de estudio psicológico de los personajes que es de quitarse el sombrero. Y, además, relación discipular: el maestro que ilumina el camino del discípulo, una relación cuyo origen es remotísimo pues viene de Oriente, pasa por todos los estadios de la civilización y llega al día de hoy. Rousseau con el Emilio sienta cátedra en Francia de un género que en la literatura serán las llamadas "novelas de formación", (Bildungsromane). Función que también es la del guía que muestra y explica al pupilo el mundo en que se encuentran: la Divina Comedia, por ejemplo. Prácticamente todas las utopías tienen el mismo plantemiento: un guía que familiariza al recién llegado con el lugar en el que está y los seres que lo habitan, con sus usos y costumbres.Como Jean-Pierre a Nathalie.

En resumen, que me parece una gran película, una película encantadora. Un bálsamo.

diumenge, 29 de maig del 2016

Alicia hace las Américas

Confieso no haber visto la versión que hizo Tim Burton de Alicia en el país de las maravillas en 2010 y, como, según parece, fue un éxito, ignoro cuál sea la base de este. Esta versión de A través del espejo ya no está dirigida por Burton, sino producida por él y dirigida por James Bobin e interpretada por Mia Wasikowska (a quien vi hace poco de Madame Bovary) como Alicia, Johnny Depp como el Sombrerero Loco, Helene Bonham-Carter como la reina roja. Los tres repiten papeles de Alicia en el país de las maravillas. El film es trepidante, literalmente saturado de efectos especiales, rodado para 3D, muy abigarrado, original y divertido y probablemente será un éxito también... pero no tiene nada que ver con la segunda parte de la novela de Lewis Carroll. Y cuando digo "nada" quiero decir "nada". Cierto, aparecen prácticamente todos los personajes de Alicia en el país de las maravillas, aunque sin justificación alguna salvo Alicia, claro está, el sombrerero loco y la reina de corazones, que tienen unos papeles sobredimensionados respecto a la obra.  La trama, la historia, el relato, los diálogos, todo, absolutamente todo están inventados para la ocasión y, aunque la tramoya sea, como digo, muy vistosa, la invención es bastante lineal, predecible y de escasa relevancia. En definitiva, un poquito tostón. Ya desde el comienzo, la escenografía y ambientación recuerdan mucho Piratas del Caribe, también con Johnny Depp y, en punto a simplicidad de la narrativa, tiene poco que envidiarla. En definitiva, un producto de los estudios de Walt Disney, típicamente americano. Hasta tiene dos finales, uno el que la lógica y el guión exigen y otro, sobrepuesto, el final feliz que los estudios sostienen siempre que es el que gusta a la gente. Y tendrán razón.

Insisto en que no me parece mal. Cada uno adapta las novelas al cine como le da la gana y, si se le juzga, el juicio de ajuste a la obra original es secundario. Lo importante es el valor del producto final. Tal valor, en este caso, no me parece menudo; al contrario, probablemente fascinará a un público muy numeroso e infantil, adolescente y juvenil no demasiado exigente. Eso está bien. Tiene que haber historias para todas la edades. El film es muy animado, colorido y lleno de trucos vistosos. Si acaso objeto a algunas caracterizaciones. La del Sombrero Loco está lograda, aunque algo historiada. La liebre de marzo no me parece de recibo. Tweedledum y Tweedledee son un auténtico insulto y Sir John Tenniel, el ilustrador primero de Alicia se hubiera muerto del digusto al ver en que se han convertido sus dos mozalbetes; la reina de corazones está lograda en el outfit, pero falla en que Helene Bonham-Carter es demasiado guapa. Tenniel la representó fea, copiando directamente el modelo de la Duquesa fea, de Quentin Massys. Y del famoso gato de Cheshire, mejor es no hablar.

Tiene su lógica que el guión se aparte del texto porque este es más complicado aun que la primera parte, prácticamente intraducible a cualquier otro idioma, cinematográfico o teatral. A través del espejo vuelve a jugar con la ironía del significado del nombre de Alicia ("Verdad") en un mundo en el que todo es falso, mentira, realidad distinta o invertida. ¿Qué hay al otro lado del espejo? Pues eso, un mundo al revés. Cuando Alicia encuentra el celebérrimo poema Jabberwocky, ve que no puede leerlo salvo que lo ponga frente a un espejo porque la escritura es invertida. Aun así tampoco entiende su significado. Bueno, ni ella ni nadie ya que Jabberwocky está hecho con palabras inventadas por Carroll. Nada de extraño que los surrealistas lo tomaran como modelo. Pero, ¿como poner Jabberwocky en cine? Igual que el inenarrable diálogo con Humpty Dumpty con la feliz invención de las palabras portmanteau. O el poema, La morsa y el carpintero que le recitan Tweedledum y Tweedledee.

En fin, hasta la vuelta a la realidad sigue mostrando una diferencia cualitativa importante a favor de la novela sobre la película. En esta, las aventuras de Alicia se entienden como resultado de una locura pasajera; en la novela, el retorno es el despertar de un sueño.
Porque la vida es sueño.

dilluns, 23 de maig del 2016

El spleen de Bovary

No sé cuántas versiones cinematográficas se habrán hecho de Madame Bovary; por lo menos diez o doce, entre las que se cuentan obras de maestros del cine, como Renoir, Minnelli o Chabrol. Un indicador indiscutible del permanente interés de esa novela y un recordatorio de qué difícil es plasmarla en un film. Puede que imposible.

El interés proviene de la naturaleza literaria de la historia. Flaubert tomó pie en un hecho real (una mujer se casa con un médico y, al poco tiempo, se suicida), poco más o menos como Stendhal había hecho con El rojo y el negro. Pero hay más referencias en el origen de Bovary que en el del joven Sorel stendhaliano. Está Balzac, que veinte años antes, había tocado el mismo tema en La mujer de treinta, que incluyó en las escenas de la vida íntima de la Comedia humana. Y conocida es la gran influencia de Balzac sobre el autor de La educación sentimental. Más, incluso que una influencia; casi una obsesión. Emma Bovary, voraz lectora de novelas románticas, como don Quijote de caballerías, lee mucho a Balzac. Un elemento este -el de la imaginación literaria- que la directora de esta nueva versión, Sophie Barthes, prácticamente no toca y es uno de los defectos de su película. Tiene otros.

Pero, ¿cuál es el tema que trata Flaubert y, antes de él, Balzac y tanto interés suscitaba que Madame Bovary fue objeto de una querella judicial por ultraje a las buenas costumbres de la que Flaubert salió absuelto, a diferencia del pobre Baudelaire que, en el mismo año, fue condenado por lo mismo? El adulterio. Madame Bovary es una de las grandes novelas del siglo XIX, el siglo de la burguesía triunfante, el de los valores solidos, tangibles, la estabilidad, la familia, la empresa, el orden social, las buenas costumbres, las apariencias, la honorabilidad. De pronto, sin embargo, ese orden social tan seguro de sí mismo, descubre que tiene un punto débil, un punto por el que todo el edificio puede desplomarse: la fidelidad conyugal. Y no la del marido, por la que nadie pone la mano en el fuego, sino la de la esposa, elemento crucial a la hora de asegurar la legitimidad de la descendencia para garantizar la transmisión del bien que caracteriza a la burguesía por encima de todo, esto es, la propiedad privada. La propiedad privada no se comparte y, ante ella, la esposa es como el mosquito anofeles: un puro vehiculo. Pero el vehículo ha de estar limpio. El adulterio fue incorporado a todos los códigos penales como delito (y de consecuencias diferenciadas según de qué conyuge se tratara) para que el orden público se hiciera cargo de los vicios privados. Y eso que el siglo había comenzado muy fuerte, liándose la manta a la cabeza, por así decirlo, cuando el Código Napoleón prohibió tajantemente toda investigación de la paternidad. Ojos que no ven. La literatura gira en torno a este tema durante todo el siglo, de Balzac a Lepoldo Alas, pasando por Oscar Wilde, Strindberg o el Tolstoy de Ana Karenina.

De eso va también, claro es, este adaptación de Barthes, básicamente correcta, bien filmada, con oficio (aunque parece que es el segundo o tercer trabajo de la directora), con cierta elegancia, pero sin espíritu, sin brío, morne, que dirían los franceses. Que los dioses me perdonen pero da la impresión de que la directora con quien empatiza es con el marido, el manso y limitado Charles Bovary. Emma es atacada por el spleen baudeleriano; Charles ni eso se plantea. El guión ha entrado a saco en la trama y ha suprimido dos personajes de cierta relevancia: Rodolphe Boulanger, el libertino, primer amante de Emma (al que funde con el Marqués de Andervilliers) y Berthe, la hija de Emma y Charles a quien su madre no presta la menos atención y por la que no siente ningún afecto. Ciertamente, de este modo, la historia queda reducida a su mínima y directa expresión: joven con la cabeza llena de fantasías, casada con un médico raté de aldea, insatisfecha, que va buscando emociones y encadena los adulterios en busca de algo que no tiene, mientras se deja atrapar en las redes de un usurero que, al final, ocasionará su desgracia.

He visto unas declaraciones de Barthes afirmando que ha leído Madame Bovary muchas veces, que le fascina el personaje y que es bipolar como, según ella, lo es Flaubert. Su interpretación de Emma (por cierto, muy bien representada por Mia Wasikowska) es lineal, pobre, convencional y si acaso, eso, dicotómica, entre una mujer ingenua y una especie de presuntuosa despilfarradora. Que tampoco es que sea injusto con el contenido de la obra. En buena medida, Madame Bovary es también un relato moralizante con la ética burguesa al estilo de Hoggarth y los posteriores moralistas victorianos: la virtud, el vicio, el lugar de la mujer, el qué dirán, la reputación, etc. 

Pero la obra de Flaubert no es solo eso, ni muchísimo menos. Precisamente, esa supresión de los dos personajes mencionados, Boulanger y Berthe, eliminan dos facetas que componen la compleja personalidad de Emma: puede caer víctima de un superficial donjuán y carece de sentimientos maternos. Y esa es la cuestión, la clave del fracaso de esta respetable (pero inmensamente aburrida) película y, quizá de todas las versiones anteriores: Emma Bovary es un personaje literario extraordinario, con elementos quijotescos evidentes (señalados por el propio autor que decía saberse el Quijote de memoria) en sus lecturas y ensoñaciones y, como pasa con esos personajes, es un cúmulo de contradicciones, matices, negaciones y afirmaciones. No hay una Emma Bovary. Hay tantas como lectores.

Y ahí está también, quizá, la explicación del problema. Es muy difícil, probablemente imposible, como señalaba antes, querer ser fiel al relato flaubertiano y hacer una buena película porque, precisamente, la discoincidencia de lenguajes -el literario y el cinematográfico- es máxima. Un ejemplo: Flaubert nos explica cómo y cuánto se aburre Emma en la aldea; Barthes tiene que mostrárnoslo y lo que consigue es que la aburrida sea su película.

diumenge, 15 de maig del 2016

Raíces y afectos

Simpática película de Icíar Bollain, una especie de comedia con toques de sentimentalismo. De la historia de un olivo al que desarraigan y el efecto que ello ha producido en su abuelo, según la protagonista, Alma, sale una película ágil, entretenida y muy del momento en el uso de las tecnologías. Empezando por la posibilidad de desarraigar olivos milenarios mediante las excavadoras sin hacerles daño y siguiendo por el original empleo de las tecnologías de la comunicación para desarrollar el relato. La incorporación de las pantallitas de los móviles a la gran pantalla del cine es un acierto y una originalidad de la directora.

La situación de una relación especial entre el abuelo y el nieto es muy socorrida y está muy vista en el cine. Pero lo está precisamente porque tiene mucha fuerza evocadora. Más vista está la situación en la que un chico y una chica se enamoran y sigue apareciendo en casi todas las películas hasta la fecha y seguirá haciéndolo hasta el fin de los tiempos. Es la fuerza que tienen los afectos humanos. En este caso hay elementos singulares al plantearse una relación metafísica entre el árbol y el viejo y permitir la exposición de un personaje femenino protagonista muy logrado. 

El relato se estructura en torno a la peripecia de Alma y su intento de recuperar a su abuelo a base de ir en busca del olivo trasplantado, pero, a su través, se plantea un juicio crítico sobre el tiempo presente, las relaciones familiares y, en especial, las consecuencias de la crisis. Igualmente lo hay sobre las prácticas embusteras de las grandes empresas depredadoras del medio ambiente, cosa que ocultan a base de hacer propaganda sobre su actividad ecológica. Esta denuncia del capitalismo más destructivo,  enhebrada como al desgaire en el cuerpo de otra historia de mayores dimensiones es, sin embargo, tan eficaz como si el objetivo de la película fuera precisamente ese. La denuncia como elemento colateral al relato es un acierto.

divendres, 13 de maig del 2016

Hollywood sobre Hollywood

Dadas mis opiniones políticas y mis gustos literarios y artísticos en general, una película del Hollywood liberal sobre el caso de Dalton Trumbo y los diez de Hollywood tenía que gustarme. Y me gustó. ¿Cómo no iba a gustarme una peli que pone verdes a los macartistas, al Comité de Actividades Antiamericanas (que, por cierto, no eran lo mismo, aunque mucha gente crea que sí), la caza de brujas, la histeria anticomunista de los Estados Unidos durante la guerra fría y el siniestro episodio que aquí se relata? Me gustó, claro que me gustó, y hasta me emocionó. Crecí leyendo las novelas de Alvah Bessie, de Howard Fast y de Dashiel Hammett entre otros y el teatro de su mujer, Lilian Hellman y admirando la obra de Dalton Trumbo; vi varias veces Espartaco y siempre me sentí cómplice de Charlot, Jules Dassin, Joseph Losey y otros represaliados por el anticomunismo gringo de aquellos años. 

Tenía que gustarme y me gustó una película de esas que llaman biopics, sobre la vida de Dalton Trumbo, el más conocido, más significado y más genial de los llamados "diez de Hollywood", los diez primeros nombres de guionistas y otras gentes de Hollywood, acusadas de pertenecer al Partido Comunista de los Estados Unidos en 1947, al comienzo de la guerra fría. Es histórico que los diez se negaron a declarar invocando la primera enmienda de la Constitución de los EEUU. Como estaba previsto, todos fueron condenados por desacato al tribunal. Su cálculo era apelar al Tribunal Supremo sabiendo que este casaría la sentencia porque tenía una mayoría de magistrados "liberales" (esto es, de izquierda), pero el cálculo falló cuando uno de estos falleció. Por tanto, cumplieron la sentencia y no solo la sentencia. A su salida de la cárcel en aquel clima paranoico de caza de brujas, se encontraron todos sometidos a persecución laboral, excluidos de trabajar para productores de Hollywood merced a la lista negra. Tuvieron que dejar sus empleos, sus familias, en ocasiones trabajar clandestinamente. Trumbo escribió el guión de Vacaciones en Roma, el exitazo de 1953 dirigido por William Wyler, con Audrey Hepburn y Gregory Peck que tuvo tres óscars. Uno de ellos al mejor guión, pero no pudo recogerlo porque este lo había firmado su amigo McLellan Hunter ya que él no podía firmar con su nombre. 

Esta situación comenzó a cambiar cuando, por fin, Kirk Douglas se atrevió a contratar como guionista a Trumbo con su verdadero nombre en 1960 para rodar Espartaco, otro exitazo con óscars sobre una novela de Howard Fast y quedó definitivamente atrás cuando lo mismo hizo Otto Preminger para el rodaje de Exodus, con la novela de Leon Uris. La lista negra perdió garra, Hoollywood acabó reconociendo el mérito y la lucha de Trumbo y él y sus amigos comunistas quedaron rehabilitados a fines de los años sesenta y primeros de los setenta.

¿Cómo no iba a gustarme una película que denuncia tan sórdida injusticia, aquellos años de censura y persecución y la lucha de unas personas dignas que mantienen esa dignidad cuando los demás claudican o incluso denuncian a sus compañeros, como hicieron Edward G. Robinson o Robert Taylor, quien colaboró con el Comité de Actividades Antiamericanas? ¿Cómo cuando, además, se habla, casi como de una metáfora de otras obras, por ejemplo el  Espartaco de Howard Fast, que simboliza y simbolizará siempre la rebelión contra la injusticia y la tiranía? 

Por supuesto, tenía que gustarme. Y así fue. 

Dicho todo lo cual, vamos ahora a la parte crítica. Trumbo no es una gran obra desde el punto de vista formal; es desigual y, a veces, convencional, con toques melodramáticos. Los actores están muy bien, sobre todo Brian Cranston (Trumbo) y la veterana Helen Mirren que representa a la odiosa Hedda Hopper, la periodista instigadora de la campaña anticomunista, pero, en conjunto, la historia y, sobre todo, el guión, se hacen confusos y pesados. No obstante, sin duda, el film tiene una categoría decente.

El problema más grave está en el planteamiento y en la forma de tratar uno de los más complejos asuntos de la guerra fría, simplificándola como una historia de buenos y malos donde, además, los buenos triunfan al final y este se convierte en un relato edulcorado a mayor gloria de Hollywood como el centro del espíritu crítico de una época. Y, no; no fue así ni tan simple, ni Hollywood quedó tan bien parado.

La historia de Trumbo se concentra en los "diez de Hollywood" y hace bien. Pero el macartismo y la persecución afectó a más de trescientas personas (actores, guionistas, directores, etc), muchos de los cuales hubieron de emigrar cuando los grandes productores les negaron trabajo y bastantes otros fueron a parar a la cárcel, como Dashiel Hammett, quien ya no volvió a escribir hasta su muerte. La historia del macartismo no se resolvió tan felizmente como se insinúa en Trumbo y siguió funcionando hasta la definitiva supresión del Comite del Congreso hacia 1975. Para entonces había habido historias mucho más siniestras que dieron lugar a fuertes polémicas públicas y casos más trágicos, como el que afectó a funcionarios del gobierno federal, como Alger Hiss, preso por comunista bajo la acusación de Whitaker Chambers (otro acusado de comunismo que denunció compañeros para salvarse él mismo) o los esposos Ethel y Julius Rosenberg, él un científico de origen judío, acusados de espionaje a favor de la Unión Soviética, ejecutados en la silla eléctrica en 1953 en medio de una enorme campaña mundial para conseguir su liberación.

Y todavía queda un aspecto aun más complejo desde un punto de vista ético. Por supuesto, la histeria anticomunista en los Estados Unidos a raíz de la guerra fría fue un disparate que llegó a momentos caricaturescos en los años setenta, al final. El Comité era ya algo ridículo, como se encargaron de subrayar los hippies más conocidos, llamados a declarar, Jerry Rubin o Abbie Hofman, que se presentaron disfrazados de tipos pintorescos, como Superman. Pero debe recordarse algo: la persecución a los comunistas y allegados en aquellos años era antidemocrática y violaba las grands tradiciones liberales y constitucionales de los Estados Unidos, sin duda. De hecho, muchos de los acusados, se negaron a declarar invocando no la primera, sino la quinta enmienda de la Constitución, la que reconoce el derecho de la gente a no declarar en contra de sus intereses.

Conviene, sin embargo, recordar algo: la Unión Soviética de aquellos años era un país totalitario y una dictadura del partido comunista en el que era impensable un grado de libertad lejanamente comparable al que había en los Estados Unidos, con o sin macartismo. Ya hubieran querido los ciudadanos soviéticos tener los derechos que tenían los de los EEUU. Y, sin embargo, gracias a la inmensa capacidad de manipulación y propaganda de los comunistas, el mundo ha vivido y sigue viviendo en la memoria aquellos años como un período negro y vergonzoso en la historia los States. Cierto que lo fueron. Pero ¿qué decir de la Unión Soviética de esa misma época, en donde se organizaban las campañas de propaganda en contra de norteamérica mediante los partidos comunistas legales en todos los países capitalistas y que actuaban en realidad como quintas columnas soviéticas?  Esa perspectiva está ausente en la película. Trumbo es un comunista idealista, movido por su amor a la humanidad, pero jamás se inquiere qué pensaba de la URSS que había firmado el pacto germánico soviético con los nazis.

Y todavía más: la cuestión de la verdad y la culpabilidad. Hiss negó siempre haber sido miembro del Partido Comunista, pero los estudios posteriores, tras la caída del comunismo en 1991 y la apertura de los archivos soviéticos a la investigación demuestran que sí lo fue y que trabajaba para los rusos. Igual que los Rosenberg. Según parece, Ethel era inocente y su ajusticiamiento fue una injusticia. Pero Julius sí era un espía, uno de los que contribuyó a que la URSS se hiciera con la bomba atómica. Esto estará mejor o peor y cada cual dirá lo que quiera, pero cambia radicalmente la imagen de Rosenberg que, de héroe y víctima de la persecución, pasa a ser un delincuente, mejor o peor tratado.

Y es que, si la persecución anticomunista en los países capitalistas en la guerra fría fue generalizada y probablemente injusta en Europa continental porque tuvo un carácter ideológico, en los países anglosajones, singularmente el Reino Unido y los EEUU, tuvo otros rasgos. Por las razones que fueran y no hacen aquí al caso (pero son consistentes) en efecto, la militancia comunista tenía una relación directa con los servicios secretos sovieticos. Los llamados cinco de Cambridge (Philby, MacLean, Burguess, Blunt y Cairncross) eran altos funcionarios británicos de los servicios secretos que, siendo miembros del partido comunista, eran también espías de la URSS. Algunos de ellos están enterrados en Moscú como agentes soviéticos reconocidos. Y algo parecido había pasado en los Estados Unidos, incluso dentro del FBI, en el que, demostrado está, se habían infiltrado espías soviéticos que eran ciudadanos estadounidenses comunistas. De hecho, los británicos agentes rusos formaban un sector aislado hasta del propio Partido Comunista de Gran Bretaña, en relación directa con las autoridades soviéticas. En consecuencia, Sartre hizo bien en ridiculizar la histeria anticomunista en Francia en su famosa obra Nekrasov, pero en el caso del Reino Unido y los Estados Unidos (en donde había mucho que espiar) esa histeria, esa paranoia, tenían una base real.

Es el trasfondo histórico real de la película. Por supuesto no afecta a los méritos de Trumbo, pero su mención es obligada a los efectos de situarla en su debido contexto y de no dejarse llevar por el carácter elemental de una película de buenos y malos en la que al final triunfan los buenos gracias a la fuerza redentora de Hollywood.  

dimarts, 10 de maig del 2016

La tragedia de la ausencia

La última película de Almodóvar es testimonio del avance del director en su proceso de maduración, desde los tonos alegres, chispeantes del comienzo a los temas más densos posteriores y esta última obra que tiene una dimensión trascendental. Es desigual, pero no porque el relato tenga altibajos sino porque hay fricciones entre los diversos planos en que es necesario analizar el film en su conjunto. Y son varios:

En primer lugar, la historia es un hallazgo, una joya, unos relatos de la premio nobel Alice Munro comprendidos en su libro Escapada, muy en especial, Silencio. Tras un retiro de seis meses en un centro de equilibrio espiritual, la joven Antia Feijóo (Penélope en el relato de Munro) desaparece sin dejar rastro, corta en silencio con su madre quien, al ir a buscarla, se entera por la encargada del lugar de que es inútil que intente encontrarla y que tendrá que hacerse a la idea de que no volverá hasta que ella quiera. Se ha marchado sin dejar pista alguna en busca de un reparo espiritual que necesitaba y del que su madre no tenía noticia. Pasarán los años. Julieta no comprende qué es lo que ha motivado la ausencia de Antia, pero esta le destroza la vida, porque no tiene modo de encontrarla, si bien su hija sí sigue sus pasos, aunque de eso solo nos enteraremos avanzada la trama.

En las relaciones afectivas, ya se sabe, toda separación, toda ruptura, es dolorosa, pero el tiempo mitiga el sufrimiento o incluso lo hace desaparecer. Cuando las relaciones son de padres e hijos el asunto es mucho más arduo por aquello que, para ilustrar algo difícil, sino imposible de entender, los poetas griegos llamaban "el vínculo de sangre". La madre abandonada recupera su vida, pero bajo la forma de una muerte prolongada, una privación, un desgarro que no consigue superar ni siquiera cambiando todas sus circunstancias existenciales, como hace Julieta. Volviendo al mundo clásico, que es fundamental a lo largo del relato de Munro pero solo se apunta de pasada en la película de Almodóvar, esa búsqueda de Antia por Julieta reproduce la de Perséfone por Démeter. Incluso el tiempo del retiro previo al abandono, coincide con el mito. ¿Y qué pasaría si una vez, Perséfone no regresara? Démeter recorrería la tierra presa de un sufrimiento profundo, como ya hizo la primera vez del secuestro de su hija, cuando buscó el amparo del padre de los dioses. Con un horrible agravante: Antia/Penélope ha desaparecido voluntariamente, a fin de castigar a su madre con su ausencia y su silencio. El silencio del título de la obra que en Munro es una condición que afecta a las dos mujeres.

En algún lugar he leído unas declaraciones de Almodóvar diciendo que nunca había rodado tanto dolor. Es lo que su gran penetración le hizo ver en este relato que ha respetado a medias en su obra. Lo cual tampoco es reprochable, fuera del escamoteo de la perspectiva clásica que es esencial para entender la dimensión trágica del relato de Munro. Y, por cierto, se nota bastante en el modo en que Almodóvar resuelve la trama al final, de la que no hablaré aquí por lo de no reventar tramas, pero que no coincide con el de la obra escrita. Mal hecho. Se quiera o no, los finales vuelven luego sobre las obras y las tiñen con un color y un sentido que nos permiten encontrar el sentido profundo muchas veces no a los acontecimientos en sí mismos sino a la forma de narrarlos. No en balde el ser humano es un ser teleológico.

En segundo lugar, el guión o, mejor dicho, el desastre del guión. Tengo entendido que Almodóvar, un enamorado de Munro, pensó rodarlo primeramente en Vancuver, Canadá, en donde transcurre; luego en Nueva York y, finalmente, abandonó por las dificultades de todo tipo y, tras dejarlo dormir un par de años lo ambientó en España. Es la tercera vez que el director traslada a España tramas literarias de otros países, la segunda también historia de Munro, y las tres veces, a mi juicio, le sucede lo mismo, en esta con particular visibilidad.  Multitud de detalles hace que la historia pierda verosimilitud y acabe pareciendo una especie de pegote. Por supuesto, interesado en la dimensión literaria de la narración (por mucho que el manchego abomine de la literatura, su cine es muy literario y está plagado de referencias literarias) no da mucha importancia al realismo del relato. Sin duda, la narración está impregnada de realismo, casi con un realismo obsesivo, como el de la pintura de Lucien Freud, uno de cuyos retratos (aunque no sé si es un autorretrato) nos mirá desde un plano de fugaz pasada. Doy fe. Los planos en que se nos presenta a Julieta ejerciendo como profesora se rodaron en el Colegio Estudio, al que van nuestros hijos y muestran sus inconfundibles forjados amarillos sobre el gris del hormigón.

Pero, en conjunto, la credibilidad de los elementos materiales flaquea: nadie puede vivir al nivel de Julieta de suplencias ocasionales en colegios y, por supuesto, muchísimo menos corrigiendo pruebas de imprenta. Cualquiera que sepa algo de editoriales sabe que ya prácticamente no hay correctores externos pues suelen servir para eso los propios autores, traductores, etc. Una pista de las dificultades de adaptación: en el relato de Munro Julieta, que sigue su carrera, encuentra un espléndido empleo como presentadora de un programa de televisión. Eso está fuera de toda posibilidad en España. Y la figura de Xoan, el marido de Julieta, cuya inesperada muerte desata la tragedia, el equivalente del Eric del relato de Munro, es de todo punto inverosímil. Un joven pescador de bajura con una lancha que vive en una casa casi señorial hace que el relato parezca ilusorio. Es el problema de todas estas adaptaciones de obras extranjeras, es decir, que hay un fuerte rechazo cultural, perceptible en detalles aparentemente nimios pero que no lo son. Toda la historia del comienzo de la relación entre Antia y Bea es confuso e irreal y, sobre todo, distrae del hecho crucial de que Antia no parezca haberse sentido afectada por la muerte de su padre.

El conjunto sin embargo hace hincapié en temas almodovarianos y ahí si que el maestro muestra todos sus recursos y su infinita capacidad para desentrañar las relaciones de la mujeres en este mundo en el que no acaban de encontrar su sitio. Hay una dimensión también trágica en la forma en que las mujeres aparecen relacionadas con la muerte de los hombres y culpabilizándose por ellas. Julieta es una historia de depresión y autoculpabilidad que no puede resolverse porque la causa está fuera de su alcance. Y sus relaciones con los hombres vivos tienden a romperse con facilidad. Los frecuentes anacronismos nos permiten una comparación entre la parte externa de las dos actrices, Emma Suárez y Adriana Ugarte, ambas extraordinarias, pero no en la interna, que parece rota por una solución de continuidad que se resuelve en esa magistral escena que aparece reproducida en el cartel de anuncio con el importante cambio de que quien levanta la toalla para que veamos cómo Ugarte se ha convertido en Suárez, obviamente, no puede ser la primera. Pero ni así hay una traslatio personae de la Julieta joven a la madura. Son dos distintas. Cada una de ellas llena todo el escenario, toda la historia en la que los hombres se limitan a su función de zánganos, pero siempre son dos. El tiempo del silencio va pasando, y no hay modo de encontrar en la Julieta de lo cuarenta años a la de los veinte. Es una película triste.

Y rodada con absoluta, apabullante maestría. Quien llegue, se siente, mire, se pierda en el guión y acabe por no saber de qué va aquello, a pesar de todo, no se sentirá defraudado. El relato cinematográfico es realmente bello y todo lo que capta la cámara y también el micrófono, con deliberados décalages temporales a veces fluye como si fuera el curso de la existencia, un caleidoscopio de formas que suspenden, maravillan y dejan pasar el tiempo sin sentirlo. La película es sobre el silencio, sobre la imposibilidad de comunicarse y entenderse entre gentes que se quieren y que rompen la comunicación como un intento de destrucción y de autodestrucción. 

Me he dejado muchas consideraciones en el teclado, pero eso es buena señal.

diumenge, 10 d’abril del 2016

La ciencia y la fe

Buena, moderadamente buena, la peli de Hugh Hudson sobre el descubrimiento de las pinturas rupestres de Altamira, con Antonio Banderas de protagonista, interpretando a Marcelino Sanz de Sautuola, el acomodado aficionado a la arqueología que las dio a conocer. La cueva había sido descubierta por Modesto Cubillas en 1868. Sanz de Sautuola la visitó en 1875 y fue su hija María, entonces de nueve años, la primera en avistar las famosas pinturas.

La historia está bien ambientada en una ciudad pacata de provincias española en el XIX, aunque vista con los ojos de un anglo-escocés. Es como una intuición. Si me obligaran a especificar en qué diferencio una ambientación del XIX hecha por un inglés o por un español, no sabría bien cómo hacerlo. Pero tengo la sensación de que esas diferencias existen, son palpables. Son modos distintos de presentar las relaciones humanas, las de las personas con los paisajes, los diálogos, todo. No tiene mayor importancia, pero se hace sentir. Y mucho más cuando se nos trasmite parte de la crispación y el conflicto social vivido por el descubrimiento a través de noticias de prennsa local, El observador imparcial, en inglés.

El relato es fiel a la historia del descubrimiento y posterior peripecia: el enfrentamiento del arqueólogo aficionado a dos bandas. Por un lado con la religión y, por otro, con la ciencia y, en concreto con aquella a la que él se había dedicado. Ambos dibujan un conflicto que destrozó la vida del personaje y, aunque con tintes convencionales, están bien tratados en la película, si bien quizá un poco caricaturizados. No obstante, puede que no sea culpa del guión sino del hecho de que cierta literatura del siglo XIX es tan dominante que influye en toda narrativa posterior. La mujer de Sautuola tiene un toque de Ana Ozores y el fanático cura algo del magistral de La Regenta y hasta del arcediano Frollo, de Nuestra Señora de París. El oscurantismo de la Iglesia católica y sus malas e inhumanas artes está bien captado.

Mucho interés tiene asimismo el otro conflicto, el que opone el gran descubrimiento hecho por un aficionado (pero de una importancia colosal para la historia de la ciencia y de la humanidad) con el sistema de prestigios y honores establecidos en el mundo académico que, con una falta de rigor y de verdadero espíritu cientifico, desprecian el hallazgo de Altamira, se niegan a reconocer su valor e importancia e incluso lo atribuyen a engaño y superchería. Y todo porque, cosa habitual en las flaquezas del intelecto humano, este tiende a sacralizar su propia y maravillosa aventura, convirtiéndola entonces en un dogma. Eso es lo que estuvo a punto de pasar con la teoría darwiniana de la evolución que, de perseguida, casi pasa a perseguidora. Que el catolicismo está contra la ciencia es la evidencia misma desde hace dos mil años. Que también lo esté la ciencia en la medida en que se adocena y pierde su espíritu inquisitivo y libre es tremendo. Lo único que dignifica al hombre frente a la abyección de la creencia en dioses es la sinceridad y la veracidad del espíritu científico. Si estos se corrompen se pierde la última esperanza de libertad del ser humano. Algo peor que la superstición religiosa. 

En un orden de cosas más sociológico, histórico, inmediato, no deja de escocer que, aunque la cueva reciba la visita del Rey Alfonso XII, nada en la España de entonces se movía sin la autorización intelectual francesa. Actualmente, según se dice, hemos progresado mucho: ahora esa autorización, a modo de supervisión de gentes más adelantadas, nos viene de los Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y, cómo no, Francia.

España es una "gran nación". Ya lo era cuando apareció lo que después se llamó "la capilla sixtina del arte rupestre". Pero la "gran nación" no fue  capaz de descubrirla por entero, exhibirla en toda su magnificencia, estudiarla y ponerla al servicio de la humanidad mientras los franceses no nos dieron permiso. Y les llevó veinte años.

divendres, 25 de març del 2016

¡Busquen al occiso!

Cuando era chaval, llegada la Pascua, los curas, que mandaban entonces en España tanto como ahora (aunque hoy lo disimulen algo más) se apoderaban de la calle, de todos los espacios públicos, de las comunicaciones, de los cines, los teatros, de todo. La radio y la tele solo daban programas sacros; los teatros cerraban o escenificaban piezas piadosas; los cines suprimían la programación ordinaria y la sustituían por películas sobre la vida y la pasión de Cristo; las calles se llenaban de procesiones. La opción era muy simple: o te tragabas aquella bazofia o te quedabas en tu casa leyendo novelas de Emilio Salgari o Richmal Crompton.

Jamás fui a una procesión ni a ningún acto sacro. Pero, a veces, iba al cine a soportar unos pestiños de una calidad ínfima que se suponía habían de edificar el ánimo de los espectadores y, tratándose de católicos, es posible que lo consiguieran. Las que siempre buscaba eran las películas mexicanas que, por lo menos, traían otro acento. Jamás olvidaré una en la que Cristo decía a los discípulos: "Dejad que los chamacos se acerquen a mí".

Un poco como homenaje a aquellos años lejanos y desagravio por esta era de liviandad, pecado y abandono mundano que vivimos, decidí ir a ver esta película de Kevin Reynolds, Resucitado, que, en lugar de contar la historia de la pasión de Cristo al modo habitual, arranca el relato precisamente del momento de la crucifixión y de lo que sucede los días posteriores. La idea es muy buena y el guión, más o menos hasta la mitad del film, un hallazgo, muy entretenido, original y con sus puntas de humor. Lo que hace es convertir la muerte de Cristo en un thriller. Consumado el sacrificio, los romanos entregan el cuerpo de Jesús a José de Arimatea para que le dé sepultura. Pero Caifás y el resto del sanedrín avisan a Poncio Pilatos de que los discípulos del nazareno planean reabrir el sepulcro y robar el cadáver para propagar luego la fantasía de que el muerto ha resucitado al tercer día porque es el Mesías, el rey de los judíos. De este modo habrá disturbios en contra de los romanos, justo un par de semanas antes de la visita del emperador Tiberio. Pilatos no quiere líos y ordena a un tribuno, jefe militar, Clavius que haga vigilar la entrada del sepulcro.

No obstante, como sabemos por la leyenda cristiana, el sepulcro es abierto y el cuerpo desaparece. Pilatos ordena entonces a Clavius buscar el cadáver, encontrar a los seguidores de Cristo, para destruir la leyenda en su cuna. El tribuno y los romanos que, obviamente, no creen que los muertos resuciten, emprenden la búsqueda, registran casas particulares, profanan tumbas, pagan espías. Y la cuestión se convierte en una lucha contra reloj por ver si se consigue aniquilar una leyenda antes de que prenda en la credulidad de la gente.

Sin embargo, a mitad de la película, por un giro inesperado (y, obviamente, debido a la mano de Dios), el tribuno empieza a creer en resurrección, ve a Cristo en persona entre sus discípulos, se convierte y, como Pablo de Tarso, pasa de ser azote de cristianos a ser su aliado. A partir de ese momento, el prometedor thriller del principio se convierte en una película más de propaganda cristiana de las que veía en mi infancia y, por más técnica cinematográfica moderna que se le eche vuelve a ser la misma inverosímil y aburrida historia de siempre. A esta película le sobra más o menos la segunda mitad.

dimarts, 15 de març del 2016

Vengan ruedas de molino

A estas alturas, una película más sobre casos de pederastia en la Iglesia católica apenas puede aspirar a ser noticia. No lo son ni los que salen todos los días. Debe de haber ya una docena de films y piezas de teatro tratando el asunto. Yo he visto dos más. Y el conocimiento de que el abuso sexual de los niños en instituciones católicas ha sido siempre, y probablemente sigue siendo generalizado, tampoco provoca ya mucha sorpresa. Ahora mismo tenemos una investigación en marcha en un colegio de maristas en Barcelona por supuestos casos de pederastia. Ocurre con el abuso sexual de los niños lo que con los asesinatos machistas de mujeres: todo el mundo los repudia, a todo el mundo abochornan, pero siguen produciéndose y seguirán haciéndolo mientras no se tomen medidas que verdaderamente atajen estas dos plagas. Confieso que no tengo muy claro qué hacer con el machismo asesino, aparte de intensificar todo lo que se hace (que es poco) y de insistir en la cuestión de la educación.

En cambio, en el caso de los curas pederastas lo tengo clarísimo: hay que abolir el celibato eclesiástico. Es algo muy difícil porque esa práctica antinatural y aberrante que llevan siglos pagando miles y miles de niños, no es cosa de doctrina o dogma sino puro interés material. Aparte de lo que ella dice que es y sus seguidores creen mejor o peor, la Iglesia católica es un negocio, una empresa, una máquina de acumular riqueza, capital, con una codicia sin límite. Y la base de ese gigantesco negocio de la puta de Roma (como la llamaba Lutero) es el celibato sacerdotal: los curas no pueden conocer mujer, ni casarse, ni tener hijos y, por lo tanto, no tienen una familia en la que gastar sus ingresos, ni una descendencia a quien legar sus posesiones si por casualidad las tienen, que suele pasar, pues no es raro que los viejos que se confiesan con ellos, les dejen sus fortunas. Así estas van a la Iglesia.

Mientras el verdadero dios de la Iglesia católica siga siendo Mamón, el clero será célibe y un porcentaje mayor o menor de él, seguirá metiendo mano a los niños y más que la mano, si puede.

No, el tema no es original, pero Spotlight es una gran película y muy valiente. Y también original porque no narra un caso de abusos sexuales sino directamente la primera historia de denuncia de abusos sexuales masivos y prolongados en el tiempo en la dióceses de Boston. El escándalo que destaparon los periodistas del Boston Globe hacia 2002. La primera vez que se demostraba fehacientemente que los abusos a los críos eran una práctica habitual en las instituciones católicas, que hubo setenta curas, solo en Boston, implicados en el asunto y que se descubría también que la diócesis, a las órdenes del cardenal Bernard Law se dedicaba a tapar los casos, trasladar los curas pedófilos de destino (sin castigarlos ni entregarlos a la justicia) y llegar a acuerdos económicos privados con las familias, comprando el silencio de estas. Gracias a esa investigación del Boston Globe se supo de cientos de casos más en los EEUU, miles por todo el mundo, desde Australia a Irlanda, pasando, claro por la muy católica España.

Algo repugnante, una especie de asquerosa externalidad de la Iglesia como empresa que ensucia y contamina el medio moral que se supone debe fortalecer.

Spotlight es una gran película, también una "historia real" como esa tontería de El renacido, pero con mucho fuste, mucha categoría, mucho interés para todos los que creen que en el mundo hay demasiadas injusticias y denunciar las que se puedan es un deber de cada uno de nosotros. Le dieron un oscar a la mejor película y otro a algo más. Porque, aunque la historia es trepidante, narrada a un ritmo vertiginoso, quizá con abuso de travellings que llegan a cansar, su mérito no está en los efectos especiales y otras pendejadas sino en que aborda descarnadamente un problema que nos concierne a todos y denuncia a los culpables. De hecho, el cardenal Law tuvo que dimitir de la archidiócesis y el Papa Juan Pablo II, otro que tal, lo nombró archipámpano en Santa Maria Maggiore en Roma, sin duda para que hiciera penitencia por el daño causado. Al fin y al cabo, un lugar cómodo y bastante más grato que el fondo del mar con una rueda de molino atada al cuello que era como Cristo quería ver a los pederastas, según San mateo (18,6).

O sea, en realidad, la película son dos películas: una, una historia de pederastia católica, la primera; dos, una típica historia de encubrimiento, al estilo de Watergate y casos similares. De aquella ya hemos hablado bastante y llegado a mi conclusión: mientras no se suprima el celibato de los curas, ningún niño estará a salvo de estos depredadores, víctimas ellos mismos de la codicia eclesiástica y victimarios de los verdaderos perjudicados, los niños, a quienes estos desalmados han destruido la vida.

El segundo aspecto es la vieja historia de David contra Goliat: los cuatro reporteros de la sección de investigación del Globe, llamada Spotlight contra la enorme maquinaria de la Iglesia, sus apoyos institucionales, sus influencias, sus amenazas y chantajes. La lucha de un periódico de papel del que más de la mitad de los suscriptores son católicos y que tiene que encontrar un punto de equilibrio entre la necesidad de ir con pies de plomo para no publicar nada sin contrastar y la de ir con pies alígeros, no fuera a ser que algún colega desaprensivo le pisara la historia.

El relato es de comienzos del milenio y el siglo (de hecho coincide con el atentado a las torres gemelas) y en esa época está dándose ya la transición de la prensa de papel a la digital. Parte de la acción se desarrolla a través de móviles aunque todavía no hay whatsapp. Al final, unos planos de las rotativas echando humo, escupiendo los atados de diarios que son cargados después en furgones de reparto al amanecer es como un nostálgico adiós al mundo de la prensa viva, escenas que recuerdan a Ciudadano Kane o El manantial.

La interpretación es soberbia y el guión fantástico. Esto es cine.