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diumenge, 20 de desembre del 2015

Hechos, no palabras

Sufragistas se estrenó anteayer, viernes. Es una buena película dirigida por Sarah Gavron, interpretada por Carey Mulligan y Helena Bonham Carter. Meryl Streep hace un par de breves apariciones representando a Emmeline Pankhurst, la fundadora de la Women's Social and Political Union, WSPU (Unión Social y Política de las Mujeres) y líder del sector más combativo del movimiento sufragista inglés, desde comienzos del siglo XX hasta la fecha de su muerte, en 1928.

Para la mejor comprensión de la historia debe hacerse una advertencia previa. El título en español, Sufragistas, induce a error por partida doble. Como se observa en el original inglés, el plural es una invención del traductor español. Debería ser Sufragista. Y tampoco debería serlo porque sufragette no es exactamente sufragista. Me explico: todas las sufragettes eran sufragistas; pero no todas las sufragistas eran sufragettes sino solamente las seguidoras de Pankhurst, partidarias de la acción directa y la lucha violenta por los derechos de las mujeres. El movimiento inglés, por tanto, estaba dividido, como suele pasar en estos casos, entre un sector radical con tácticas de atentados, incendios y explosiones que hoy, quizá, llamaríamos "terroristas" y otro pacifista y moderado. Y la película versa sobre el radical con el que la directora simpatiza abiertamente. Lo que sucede es que en español, a diferencia del inglés, no tenemos dos términos y de ahí el error. No es una película sobre las sufragistas, sino sobre las sufragettes y no en plural sino en singular porque es sobre una de ellas, Maud Watts, personaje ficticio.

Sin ser un alarde, la película es correcta, está bien ambientada, tiene un buen guion y las interpretaciones sacan lo mejor de una historia que a veces bordea lo melodramático.

La cuestión es la ya señalada: protesta pacífica, actividad paulatina, reformista y gradual o acción directa y, como decían los anarquistas por entonces, la "propaganda por el hecho". Es decir, la cuestión es la de la desobediencia civil y su intensificación en el recurso a la violencia. El debate está muy trillado: la violencia, dicen las gentes de bien, es siempre condenable. Bueno, dicen otras gentes tan de bien como las anteriores, excepto la que se da en legítima defensa. El problema es determinar el alcance de la legítima defensa. La que aparece en el código penal es individual y restringida a una agresión física, inmediata, real, concreta. No encaja por entero en la acción política de carácter colectivo. Negar el voto a las mujeres con la ley en la mano y su respaldo coercitivo con aplicación de la violencia si llega el caso, ¿justifica el recurso a la legítima defensa? ¿Lo hace la agresión a unas u otras minorías? Materia opinable, por supuesto, que ha dado y seguirá dando tema para controversias de todo tipo.

En sus términos más básicos se trata de saber si la obediencia a la ley como derecho positivo es un deber sin excepciones o cabe desobedecerla y aun quebrantarla por razones de conciencia cuando se considera que es inicua. Obviamente, ningún ordenamiento jurídico puede admitir la desobediencia a la ley por razón alguna, aunque quepa encontrar excepcionalmente algún atenuante en casos de extrema necesidad. Pero, si nunca nadie que haya desobedecido la ley por considerarla injusta se hubiera salido con la suya, los Estados Unidos no existirían, las mujeres seguirían sin derecho de voto, la esclavitud sería legal, no habría derecho de huelga, etc., etc. El cumplimiento de la ley es obligado, incluido el de la ley injusta. Pero, a veces, alguien inicia una lucha, rompe una ley injusta por razones de conciencia y acaba consiguiendo que el legislador la derogue y apruebe otra más justa. Así consiguieron las mujeres el derecho de sufragio, los indios la independencia de su país, etc.

Por eso también resulta tan irritante y repulsiva la insistencia de Rajoy y otros nacionalistas españoles, por ejemplo los del PSOE, en que los independentistas catalanes tienen que cumplir la ley, sin preguntarse si es justa o no. Que esto lo diga la derecha, partidaria del ordeno y mando, es lógico; que lo secunde también la oposición de izquierda solo es atribuible a su actitud claudicante.

La película es muy oportuna. Nunca está de más que la gente, las generaciones actuales, que dan por descontado el nivel de derechos de que disfrutan (por ejemplo, el derecho a votar), sepan que conquistarlos costó mucho trabajo, mucha lucha, mucho sufrimiento y hasta muertes. Ya con eso la película estaría justificada por su aportación a un relato, el de los orígenes del feminismo, que no suele aparecer en los circuitos. Pero hay más porque, con gran habilidad, la historia enriquece el contexto en que se da la lucha por el sufragio, recordando que las mujeres eran tratadas como menores de edad a todos los efectos civiles, necesitadas de la tutela masculina (padre, marido, hermano) para ejercitar derechos elementales como una compraventa. La igualdad jurídica se da hoy por supuesta y sigue siendo falsa. En la película se dice que las mujeres cobran menos que los hombres en los empleos y, además, trabajan un tercio más de horas. Y eso, ligeramente modulado, sigue siendo así hoy. También se denuncia que están sometidas a malos tratos y acoso sexual por sus jefes, cosa que igualmente pasa hoy día. Y eso sin mencionar la violencia machista de triste actualidad.

El relato singulariza el ejemplo histórico del movimiento sufragista radical en una peripecia individual de una empleada de una lavandería en muy malas condiciones laborales. Ello le permite mostrar cómo el movimiento sufragista era interclasista. Emmeline Pankhurst era por entonces la viuda acomodada de un abogado de éxito. Su transversalidad fue una fuerza a la hora de afrontar la sujeción de la mujer, como tituló su libro John Stuart Mill, el gran defensor de los derechos femeninos; libro que tendría gran impacto en España, traducido como La esclavitud de la mujer. Y afrontándola seguimos porque, aunque se ha avanzado mucho desde los tiempos de las Pankhurst, queda aún muchísimo por hacer. La sociedad patriarcal apenas ha cedido en su poderosa maquinaria de opresión de las mujeres y, en cambio, ha conseguido una verdadera legión de defensores (¡y defensoras!) para quienes la igualdad de género es ya un hecho y no ha lugar a más medidas remediales de una situación de sostenida desigualdad que no aceptan

Esa misma transversalidad, en cierto modo, es la que explica que, a raíz de la primera guerra mundial, Emmeline Pankhurst reorientara su ideología y acción en un sentido favorable a la guerra contra los hunos germánicos. Luego de la concesión del derecho de sufragio a la mujeres mayores de 30 años, Pankhurst entró en la Cámara de los Comunes como diputada del Partido Conservador. En su epílogo narrativo final, la película relata los años en que se fue implantando el derecho de sufragio femenino en los distintos países del mundo, pero no hace mención a esa evolución político-ideológica de la famosa sufragista. No está de más recordar asimismo que el Partido Laborista Independiente, al que quiso afiliarse hacia fines del siglo, la rechazó por ser mujer,