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dimecres, 27 de febrer del 2013

Yolanda.

El 1º de febrero de 1980 dos criminales, Emilio Hellín Moro e Ignacio Abad Velázquez, secuestraban, torturaban y asesinaban de tres disparos en la cabeza a una chica de diecinueve años. Se llamaba Yolanda González, era vasca y vivía en Madrid, en donde estudiaba formación profesional y militaba en un grupúsculo trostkista. El frío relato de los hechos en Wikipedia da una idea de la época y ayuda a comprender el espíritu de la transición: los militantes de Fuerza Nueva andaban asesinando gente, como habían hecho -ellos u otros de la misma vena- con los abogados de Atocha, con la connivencia, cuando no la activa ayuda de la policía.

Hoy, treinta y tres años después de aquel crimen, nos enteramos de que el ministerio del Interior tiene contratado al asesino de Yolanda como asesor o instructor o adoctrinador de la policía y la guardia civil. Tras haber cumplido de forma bastante accidentada una parte de la condena original, el sujeto ha mudado de nombre y, entre otras, realiza las colaboraciones señaladas y alguna más para ocasionales autoridades del PP. Aquí se plantea la cuestión de qué sucede con los delincuentes cumplidos y su reinserción social. Seguramente. Pero el delito de Hellín, sobre ser especialmente odioso, tiene unos elementos de ideología política imposibles de ignorar. El asesinato de Yolanda fue un crimen político, un acto de terrorismo típicamente político. Que yo sepa, Hellín no ha pedido perdón ni mostrado arrepentimiento por el crimen cometido. ¿Acaso esas exigencias se plantean únicamente a los etarras o proetarras? Con tanta mayor razón aquí porque no existe garantía ninguna de que el Hellín de extrema derecha no aproveche su posición para orientar ideológicamente las actividades de la policía o, incluso, para cometer una nueva fechoría. La muestra de arrepentimiento tampoco sería una garantía, pero es de todo punto exigible.


Hellín fue contratado por el ministerio en 2006. Entonces era responable de Interior Rubalcaba. Quiero creer que el ministro socialista no sabía a quién se contrataba para la instrucción de la policía. No me cabe en la cabeza que lo supiera y no dijera nada. Y, si es así, ya está tardando en comparecer en público a decirlo. ¿O le parece bien contratar a un criminal fascista que no se ha arrepentido?

Veintiséis años después de su muerte, Yolanda fue asesinada de nuevo en su memoria por quien la había matado y quizá con la connivencia de quienes entonces lo ayudaron.

dimarts, 24 de juliol del 2012

La voluntad de entendimiento

Peces-Barba era un hombre tranquilo, un estudioso apasionado de su profesión de jurista a quien las circunstancias de la vida obligaron a entrar en el tumulto de la vida política para la que él mismo reconocía tener escasas cualidades y que le hizo encajar amargas lecciones y serios reveses. Como hombre de derecho, otorgaba gran importancia a las formas y procedimientos y de ahí que, cuando le dieron a elegir (pues, tras el triunfo socialista de 1982, hubiera podido ser lo que quisiera, ministro, embajador, etc) se decidiera por la presidencia del Congreso. De acuerdo con la acrisolada tradición parlamentaria británica -que Peces-Barba conocía muy bien- el presidente de los Comunes, el Speaker, es una persona tan por encima de los partidos que ni siquiera cuenta como un diputado más de aquel al que pertenece, razón por la cual el otro partido también renuncia voluntariamente al voto de uno de sus diputados. Así se veía él, como alguien capaz de sobreponerse a los inevitables partidismos y de construir en beneficio de todos. La práctica cotidiana celtibérica, que nunca le dejó mucho margen, lo impulsó a abandonar el cargo tras una legislatura y retornar a la siempre sosegada academia en la que hizo una gran labor como Rector de la Universidad Carlos III, una creación del gobierno socialista que él se empeñó en regir de acuerdo con las ideas krausistas de la Institución Libre de Enseñanza.
Las necrológicas que se publiquen estos días sobre Peces-Barba insistirán en su condición de Pater patriae, en su actividad antifranquista y en Cuadernos para el Diálogo. Palinuro se limitará a señalar dos aspectos que recibirán menor tratamiento pero son muy significativos: la teoría de los tres Franciscos y el personalismo de Emmanuel Mounier así como el humanismo integral de Jacques Maritain, a quien dedicó su tesis doctoral. La primera es una elaboración metafórica de Salvador de Madariaga que interpretaba España como víctima del encarnizado enfrentamiento entre los "tres Franciscos", esto es, Francisco Franco (la reacción militar-clerical), Francisco Largo Caballero (la revolución proletaria) y Francisco Giner de los Ríos (la imposible revolución burguesa). En realidad, una forma más de articular la vieja tesis de los historiadores marxistas de que la desgracia de España es no haber tenido revolución burguesa ni ilustración. Peces-Barba era un fiel seguidor de esa doctrina que nunca fue, un defensor de una causa perdida de antemano, un discípulo sin maestro.
De hecho, hubo de ir a buscarlo en el extranjero y en sus años de inquietudes juveniles, muy teñidas de catolicismo, leyó a Mounier y Maritain y se hizo adepto de sus doctrinas, en concreto la idea del socialismo de la persona, de Mounier en cuanto al contenido de sus ideas y la del humanismo integral de Maritain, en cuanto a la forma según la cual el hombre debe intentar entender siempre todas las posiciones y las actitudes de los demás, antes de formular la propia. Fue este el espíritu que incorporó a la Constitución de 1978 y no estoy seguro de que con entera fortuna porque, para que tenga éxito, todas las partes han de actuar de igual modo y lo cierto es que si el texto de 1978 contiene numerosas concesiones del pensamiento abierto y democrático al primer Francisco, no contiene prácticamente ninguna de aquel a los otros dos. No obstante, el texto final quedó consagrado como un monumento a la victoriosa concordia de los españoles y clave de arco de su celebrada transición.
Esta matizada y pundonorosa actitud llevó a Peces-Barba a aceptar el puesto de Alto Comisionado para la Atención de las Víctimas del Terrorismo al que se incorporó con la renovada ilusión que lo llevó a cofundar 40 años Cuadernos para el diálogo. Diálogo, siempre diálogo, era su actitud. En aquel puesto aprendió en propia carne la dureza de un realidad fanática, intransigente, que desprecia el diálogo y solo admite la sumisión o la aniquilación del adversario. Chocó de frente con el mandamás de la mayoritaria, muy reaccionaria, Asociación de Víctimas del Terrorismo que le echó encima a toda la derecha, dispuesta a no dejarle un heso sano. Víctima él mismo de sus ilusiones humanistas integrales y personalistas Peces-Barba sufrió al final de su vida pública el último e inmerecido ataque de la intolerancia, el odio y la vesania que se había negado a reconocer a lo largo de la existencia y que, en cierto modo y con la mejor voluntad del mundo, intentó conciliar en un empeño común al que se llamó Constitución y que, de hecho, saltó por los aires en el verano de 2011 con una reforma apalabrada in camera, al margen de la sedicente soberanía popular.
Que la tierra le sea leve.

divendres, 11 de març del 2011

Un golpe de teléfonos.

(Sobre la peli de Chema de la Peña, 23-F. La película).

Aprovecharon el trigésimo aniversario de la intentona de Tejero para estrenar esta primera versión del episodio y de la cual he sacado una impresión pobrísima. Está hecha así como con técnicas narrativas gringas, con interminables travellings acompañando a los protagonistas por los pasillos del Congreso de los diputados y el palacio de la Zarzuela, que son los dos escenarios en que tiene lugar casi toda la acción, con muchos primeros planos de gestos decisivos, miradas fulminantes y diálogos cargados de significado. Es una historia insulsa porque, sobre conocerse el final de antemano, más parece un intento de reconstrucción de los hechos que otro de recreación.

Entiendo que la película cumple dos funciones: la primera será dificultar que a alguien se le ocurra hacer otra menos cargante sobre lo mismo y la segunda abonarse a una determinada interpretación de los acontecimientos. Porque el golpe está contado casi exclusivamente como una descripción procesal de la trama, sin veleidades de ningún tipo de ponerlo en relación con otros aspectos de la vida como pudiera ser, por ejemplo, la reacción de la calle. Hay un par de brevísimas secuencias referentes a las apresuradas medidas que toma algún sindicato y nada más. Es llamativa la falta de referencias a la prensa. Este golpe se perpetró, se decidió y se hizo fracasar a través de unos teléfonos que hoy parecen piezas de museos, lo que levanta la irónica sospecha de que, si llega a haber móviles por entonces, a lo mejor las cosas hubieran transcurrido de forma distinta.

A los implicados, desde luego, les falló la comunicación. Y a la película también. Parece como si la intentona se estuviera dando en otro país y los espectadores (que, por lo demás, ayer éramos cuatro) no tienen la sensación tampoco de que aquello haya llegado a pasar en el suyo. Todo eso hubiera podido resolverse conectando los hechos históricos con la vida cotidiana, por ejemplo a través de una historia colateral que los hiciera más cercanos, un noviazgo de un guardia civil o alguna peripecia familiar de cualquier participante, algo que rompiera la molesta manía de mostrar continuamente personajes reales pero figurados, a cada cual más rebuscado y peor caracterizado, para que la gente juegue a ponerles nombre: "mira, Carrillo, Gutiérrez Mellado, etc".

Lo importante, con todo, parece ser imponer una interpretación que gira en torno a la cuestión de qué hizo el Rey en aquellos momentos y que según el film consistió en enterarse por la radio de lo que estaba pasando, hacerse cargo del mando desde el primer instante, previa bendición paterna impartida, cómo no, por teléfono y, ya en el mando, con pulso firme y rodeado de su reverente Casa Real y su familia, salvar España del desastre.

Es posible que las cosas discurrieran como las narra la película que pretende así zanjar la sempiterna polémica sobre el comportamiento del Monarca pero si con ello se pretenden refutar las teorías conspirativas sobre el 23-F el empeño es vano. Esas teorías prescinden de los hechos porque se formulan en función de otros objetivos y proyectos. Basta con ver las que siguen vivas y coleando sobre el 11-M.

Además, la interpretación que goza de mejor salud es la que quiere situar la intentona dentro de una más amplia del conjunto de la transición en España, algo con más empeño teórico. Una según la cual la transición fue un engaño, una rendición de la izquierda, un compromiso vergonzoso y un abandono de sus principios y objetivos a cambio de la cooptación en un sistema seudodemocrático. Es una visión de la transición que cierta izquierda radical (de esa que se llama a sí misma "transformadora" y que ha sido incapaz de elaborar un discurso propio como no sea culpar de todo a sus mayores) repite con insistencia como explicación del marasmo en que se encuentra en la actualidad. Desde este punto de vista la intentona de Tejero tiene muy difícil encaje. ¿Para qué había que dar un golpe si las cosas discurrían según lo previsto por el franquismo?

La pregunta no tiene respuesta pero la interpretación del golpe se acumula sin más miramientos a la de la transición en su conjunto para no andarse con pequeñeces: la peripecia del Congreso fue otra vuelta de tuerca de una democracia tutelada que, a partir de entonces abandonaría toda veleidad izquierdista. En materia de relaciones internacionales (OTAN, CE), de organización territorial del Estado, etc, se restablecería el orden y el buen sentido, el franquismo sin Franco, la seudodemocracia, el PSOE, los GAL... El pecado es siempre original y lo cometen otros.

Que la transición no fue un programa determinado, que las cosas sucedieron según las relaciones reales de fuerzas y no según conspiración alguna, que el golpe fue una reacción imprevisble de un estamento militar que aún no había entendido que el poder en España era civil pero que pudo haber triunfado a pesar de sus rasgos bufos son consideraciones que afectan poco al vigor de estas interpretaciones que no son tales sino visiones sesgadas con una finalidad autojustificativa evidente.

dissabte, 20 de novembre del 2010

Franco, ese trauma.

Hoy, veinte de noviembre, se cumplen treinta y cinco años de la muerte de Francisco Franco, caudillo de España por la Gracia de Dios. Por la Gracia de Dios. Esta fórmula, grabada en las monedas de curso legal hasta bastante después de aquella muerte, exime de mayores afanes para demostrar la identificación de la Iglesia católica con el régimen franquista, el nacionalcatolicismo. El régimen era la Iglesia y la Iglesia era el régimen. Algún abad de Montserrat y algunos clérigos vascos no son sino rarísimas excepciones en una coyunda total.

A su vez el régimen era una dictadura militar, una junta, salida de una guerra civil de tres años y prolongada luego en la paz de los vencedores por medio del asesinato, el terror, la tiranía, la represión y la tortura. Fue un régimen ilegítimo de raíz y origen por ser obra de unos fuera de la ley sublevados contra el gobierno legítimo de la República y fue ilegítimo de ejercicio a lo largo de toda su existencia por más que en el curso de ésta, se fuera dotando de siete Leyes Fundamentales que pretendían ser una Constitución sui generis. No obstante el propio régimen confesaba paladinamente la inutilidad de estas Leyes Fundamentales ya que seguía proclamando la llamada "legitimidad del 18 de julio", es decir, el derecho de conquista, la legitimidad de la fuerza armada, no la de una u otra de tales Leyes Fundamentales ni la de todas en conjunto.

El origen ideológico de aquella dictadura basada en lo que hoy se reconoce como genocidio fue el fascismo, el Estado Novo portugués y el nazismo, como él mismo reconocía en su iconografía. Pero eso era el origen. El régimen era una dictadura militar sin verdadera ideología que no fuera la monárquico-católica. En esto se diferenciaba de sus hermanas y aliadas que eran dictaduras de partido, de civiles que, en el caso de la alemana y la italiana, se habían militarizado después. Pero ninguna de las tres fue en su origen una dictadura militar, del ejército directamente salido de los cuarteles como en España.

Cuando las cosas se pusieron mal porque el Eje, a cuyo favor habían combatido españoles en la División Azul, perdió la guerra, la Dictadura cambió de chaqueta. Fue el único momento en que el régimen de Franco corrió algún peligro, cuando los aliados victoriosos jugaron con la idea de invadir España y derrocar al tirano. Al final se impuso una decisión "intermedia", prágmática, consistente en demostrar el rechazo del régimen mediante un aislamiento internacional, pero no derrocarlo. Ocho años duró aquella situación, desde 1945 a 1953, ocho años de penuria, de miseria que ya prolongaban otros seis, desde 1939 a 1945, la postguerra inmediata, en los que vivir era sobrevivir. Y el régimen sobrevivió. Fue recibido en la comunidad internacional en 1955 y, por último, la visita de Eisenhower a Franco en 1959 supuso el espaldarazo final a una "normalización" en la que el país no se integraba por entero en el bloque occidental pero estaba en su periferia.

El abrazo de Eisenhower, de civil y Franco, de uniforme, escenifica este momento de triunfo de Franco que se había ganado su derecho a existir sin abandonar ninguno de sus postulados o prácticas. Por no ceder ni cedió en la petición expresa que le hizo Eisenhower de que no se hostigara a los protestantes en España. A partir de ese momento y dado que la oposición había sido exterminada y la que iba surgiendo periódicamente era periódicamente reprimida y encarcelada (y, esporádicamente, fusilada), las dos únicas posibilidades que quedaban de deshacerse del dictador eran que se muriera (de muerte natural o asesinado) o que lo desplazara una conspiración de cuartel. Como lo segundo no pasaría jamás dado que el ejército se mantuvo fiel a su General hasta el último momento y la UMD no pasó de ser una anécdota, de mucho valor, pero anécdota, únicamente quedaba la primera esperanza, que llegó a formularse con la expresión simbólica de el hecho biológico, el único que acaeció.

Al apoyo exterior Franco sumaba un amplio apoyo interior, como reconoce Julián Casanova en un artículo en El País, titulado Treinta y cinco años sin Franco. Una base social y un apoyo institucional que explican en gran medida el carácter timorato de la Transición. Si todavía hoy, a los treinta y cinco años, sigue habiendo Valle de los Caídos, Fundación Francisco Franco, misas y movilizaciones en su honor; si hoy sigue habiendo mucha resistencia a suprimir los símbolos del franquismo en todo el país; si hoy la memoria histórica sigue estando cuestionada y hasta las más altas instancias judiciales se oponen a su acción, no será difícil imaginar cómo sería la situación hace treinta y cinco años. Ahora es fácil criticar aquella transición por vergonzante, insuficiente, mancada, falta de brío. Y aun así estuvimos a punto de quedarnos sin ella en 1981 gracias a Tejero.

Franco y el franquismo son el gran trauma de España en el siglo XX y lo que llevamos del XXI, cuando sigue sin estar claro si podremos desenterrar e identificar a las decenas de miles de víctimas de la vesania fascista. Porque aunque la dictadura era militar, uno de sus brazos más asesinos fue el partido único, la Falange. Con ese trauma hemos de convivir todavía largos años.

Suele hablarse del milagro de la Transición como ejemplo de que los españoles éramos capaces de organizarnos en democracia sin entrematarnos. Pero la cuestión no es esa. Lo extraño, lo anormal, lo necesitado de explicación, no es que se haya restablecido la democracia en España; lo extraño, anormal y necesitado de explicación es la ignominiosa dictadura de cuarenta años. Nuestro trauma colectivo. Una dictadura que ha dejado profundísima huella y una gran cantidad de partidarios en su mayoría vergonzantes, pero partidarios.

dijous, 30 d’abril del 2009

Mientras zumbaban las balas

He leído bastantes libros sobre la transición democrática en España y algunos sobre la intentona del 23 de febrero de 1981, momento crítico de aquel proceso de transición. Habitualmente los escriben politólogos, historiadores, juristas, sociólogos, periodistas o los propios protagonistas en forma de memorias. Yo mismo tengo algo garabateado sobre el asunto en forma de recopilaciones y alguna monografía. En la abundante bibliografía se encuentra de todo, desde obras muy estimables hasta verdadera basura. Pero nunca había leído una versión escrita por un literato. El libro de Javier Cercas (Anatomía de un instante, Barcelona, Mondadori, 2009, 463 págs) sobre la intentona del 23 de febrero no es una novela; antes bien, parece ser que, habiendo escrito una pero no considerándola suficientemente buena, el autor se decidió a dar otra forma a su relato. ¿Cuál? Es difícil de decir: la obra es una mezcla de géneros, en parte reportaje, en parte investigación histórica, en parte relato, narración con inventiva literaria. Sin duda difícil de etiquetar y que probablemente estará levantando ronchas en los distintos campos académicos que operan con un criterio de enclosures disciplinarias y que acusarán a Cercas de intrusismo, cuando menos.

Por fortuna el valor de las obras de los hombres depende de sus méritos intrínsecos y los de la obra de Cercas brillan muy altos. El novelista ha pintado un cuadro de la situación del país en aquellos meses de 1980 y 1981 que vieron la acelerada descomposición de la UCD, la dimisión de Suárez y la intentona golpista, una reconstrucción minuciosa tras una intensa labor de documentación. Al mismo tiempo nos ofrece una interpretación del sentido de aquel tiempo en su conjunto y de las motivaciones, intenciones, proyectos y justificaciones de los principales protagonistas de los hechos, una tarea de investigación psicológica en los personajes que revela un conocimiento profundo de sus personalidades y una gran calidad de creador y novelista.

Sirva lo anterior como un desahogo antes de añadir que Anatomía de un instante me parece una obra fascinante, de una calidad fuera de duda y que se lee con el interés y la intriga de una novela de aventuras siendo así que mantiene una muy convincente estructura de ensayo historiográfico. Pero no es historia en algún hipotético sentido académico lo que hace Cercas sino una interpretación del sentido de una época que consigue lo que pocas obras consiguen ya y menos en un tema tan trabajado como la transición, esto es, abrir perspectivas nuevas, proponer interpretaciones originales y que, al mismo tiempo, al menos para mí, son convincentes.

La obra está dividida en cinco partes de las cuales dos (la primera y la cuarta) describen pormenorizadamente los mecanismos de aquel golpe militar tan complejo y las otras tres cuentan los acontecimientos bien desde el punto de vista bien de las circunstancias de cada uno de los tres protagonistas que para Cercas tuvo aquel instante: Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo. Los tres únicos miembros de la Cámara que no se tiraron al suelo ante la actitud conminatoria de los asaltantes sino que se mantuvieron sentados en sus escaños, imperturbables, mientras las balas zumbaban a su alrededor. Aparte de la mecánica propia de la intentona, el libro extrae su significado de ese encuentro casual de tres personas que comparten un destino y sus comportamientos así lo atestigua. Esa coincidencia de los tres personajes, en paralelo con los otros tres del otro bando, Alfonso Armada, Milans del Bosch y Antonio Tejero le permite hacer un tratamiento simétrico extraordinariamente subjetivo y que da al libro mucha de su prestancia.

En la Primera parte, que se titula La placenta del golpe, dice el autor que en el 23 de febrero se engarzan dos cosas distintas: una operación contra Adolfo Suárez pero no contra la democracia y otra contra Adolfo Suárez y contra la democracia. No son independientes pero tampoco son solidarias (p. 39). Por aquellos meses había un clima como previo a un golpe de Estado por cuanto, como señalaba el Paris Match de la época, se acumulaban la crisis económica, el terrorismo y el escepticismo ante las instituciones. Todo Madrid era un hervidero de conspiraciones contra Suárez. Recuerda el autor un artículo de Pilar Urbano en el Abc titulado "Todos estamos conspirando" (p. 46).

También conspiraba la Iglesia. La buena relación del Cardenal Tarancón con A. Suárez se rompe en el otoño de 1980 a causa del proyecto de ley del divorcio a tal punto que la Conferencia Episcopal, que estaba reunida el día 23, se disolvió sin decir nada, ni un gesto, ni una palabra en espera de ver cómo se resolvían las cosas tras la ocupación del Congreso. De todas formas, señala asimismo el autor, debe recordarse que los obispos no hicieron nada distinto de lo que hizo el conjunto del país: callarse, refugiarse en su casa y esperar a ver qué sucedía.

Por otro lado quien más conspiró contra Suárez fue su propio partido. Cercas tiene aquí tres explicaciones del desmoronamiento de Suárez que se produce en esos años: a) Suárez, que sabe hacer fácilmente lo difícil (desmontar una dictadura), no sabe hacer lo fácil (administrar una democracia); b) Suárez, hasta entonces un político de acero, se derrumba psicológicamente; c) los celos, rivalidades y traiciones en el interior de su propio partido (p. 68). A la altura de abril de 1980, Suárez se encuentra con que todos los jefes de la UCD lo desprecian, cosa que se pone de manifiesto en la época en una reunión extraordinaria de los jefes de la UCD tres días en Manzanares el Real, en donde hay una especie de sublevación, de fronda de los barones del partido.

Fuera de España la situación no era mejor pues mientras Suárez giraba a la izquierda en política exterior, el mundo lo hacía a la derecha (p. 74). Señala Cercas que los Estados Unidos estaban informados del golpe, cosa que deduce de una entrevista de Alfonso Armada con el embajador estadounidense, el ultraderechista Terence Todman el 13 de febrero en una finca cerca de Logroño(p. 76).

En los últimos meses de 1980 y primeros de 1981 todo el mundo conspira contra Suárez (p. 77). Sólo hay dos personajes que no lo hacen, Santiago Carrillo y Gutiérrez Mellado. Acerca de esta situación de universal conspiración había un informe del CESID de noviembre de 1980 y titulado Panorama de las operaciones en marcha. Este documento, el más útil, llega al Rey, a Adolfo Suárez, a Gutiérrrez Mellado y al ministro de Defensa, Agustín Rodriguez Sahagún. Según la primera parte del documento hay cuatro operaciones políticas, tres de la UCD y una del PSOE. La segunda parte cuenta tres operaciones militares en marcha, la de los tenientes generales, la de los coroneles y la de los "espontáneos" (p. 81). Y finalmente se registraba una conspiración cívico-militar, concebida como un "golpe blando", destinado, en teoría a impedir los otros. No se trata de eliminar la democracia sino de limitarla. Con todo, el informe no es del CESID. ¿Intervino el CESID en el golpe? El autor avanza un dato: intervino en dos de los cuatro movimientos de los golpes y en uno de ellos la intervención no fue anecdótica. (p. 87).

La segunda parte se titula Un golpista frente al golpe. Analiza con criterio y estilo literarios el gesto del general Gitiérrez Mellado de no dejarse tirar al suelo (como luego hará también con los de Carrillo y Suárez). Entiende que el gesto de Gutiérrez Mellado está lleno de furia, pero no contra los guardias civiles que lo zarandean sino contra sí mismo, a modo de contricción por su sublevación cuarenta años atrás contra el poder civil legítimo cuando él hacía lo que ahora hacían los guardias civiles que lo atacaban mientras que él estaba defendiendo la misma democracia que ayudó a liquidar cuarenta años antes.(p. 106) Según un cliché la transición fue posible gracias a un pacto de olvido pero Cercas entiende que, al revés, lo fue gracias a un pacto de recuerdo (p. 108) Quienes hicieron la transición supieron que no había que hacer ajuste de cuentas a quienes habían ajustado las cuentas durante cuarenta años, pero lo recordaban muy bien y no quisieron repetirlo (p. 109). Esta es una de mis escasas discrepancias con el autor: esta equidistancia entre unos y otros "ajustes de cuentas" no es acertada. Un posible "ajuste de cuentas" de la democracia sería siempre algo legal, a diferencia de lo que hicieron los sublevados, que fue establecer un régimen de delincuentes.

A Gutiérrez Mellado le hicieron la vida imposible. Después de la legalización del PCE (que fue un momento crucial en la transición) ya fue todo el ejército el que lo consideraba traidor, igual que a Adolfo Suárez, que había jurado fidelidad a los principios del Movimiento Nacional (p. 117). En un homenaje a militares asesinados por ETA Gutiérrez Mellado estuvo a punto de ser linchado por oficiales exaltados. A su vez el ultraje que sufrió en el congreso lo grabaron las cámaras. En su muerte Suárez citó unas palabras suyas "Dime la verdad, presidente: aparte del Rey, de ti y de mí, ¿hay alguien más que esté con nosotros?" (p. 132)

El golpe definitivo se lo dio a Suárez el Rey al retirarle su confianza (p. 139) pero como Suárez era un político puro no se fue, sino que lo echaron, lo echó la calle, el Parlamento, Roma, Washington, su partido, su derrumbe personal y, por fin, el Rey (p 148). Suárez dimitió como presidente del Gobierno para legitimarse como presidente del Gobierno (p. 151), pero no se agachó porque, aunque era un pícaro, un falangistilla de provincias y un arribista del franquismo que estaba dispuesto a jugarse el tipo por la democracia.

El CESID (que fue obra de Gutiérrez Mellado) contribuyó a parar el golpe; como lo hizo y lo consiguió el Rey (p. 160). Armada insistió en que la situación era grave pero no desesperada e insistió en que lo recibiera el Rey. Fernández-campo lo obligó a quedarse en el Cuartel General del Ejército con lo que el golpe ya había fracasado.

La tercera parte, (Un revolucionario frente al golpe) versa sobre el otro gesto, el de otro que tampoco quiso echarse al suelo y se mantuvo sentado mientras las balas zumbaban en torno suyo. Santigo Carrillo es de la generación que hizo la guerra. Como Gutiérrez Mellado, se sublevó en armas en 1934 en contra de la legalidad republicana y, como Gutiérrez Mellado, nunca se arrepintió. (p. 180). Carrillo tampoco quiso ajustar cuentas con quienes llevaban cuarenta años ajustándolas sin piedad (p. 181). Curiosamente, igual que las derechas jamás perdonaron su traición a Suárez ni a Gutiérrez Mellado, las izquierdas no perdonaron la suya a Santiago Carrillo (p. 183). Con la legalización de PCE empezó a fraguar el golpe de un lado y la sublevación comunista del otro. Carrillo había vendido la legalización con la promesa de que atraerían millones de votos (p. 198) porque el viejo político siempre creyó en la viabilidad de un Gobierno de "concentración nacional" con Adolfo Suárez (p. 200). Para todo ello había elaborado el oxímoron del comunismo democrático. En noviembre de 1977, en un viaje por los Estados Unidos, Carrilló anunció que en el siguiente IX Congreso el PCE abandonaría el leninismo y ahí es en donde comenzó la sublevación de la militancia (p. 201). Así, en abril de 1978, en el X congreso del PCE se adoptó el eurocomunismo y se abandonó el leninismo (p. 202). El PCE se dividió en "renovadores" (entre ellos, Tamames), "prosoviéticos" y "carrillistas" y el jefe de estos se enfrentó a una sublevación en el PCE parecida a la que hubo de afrontar Adolfo Suárez en UCD (p. 203). En vísperas del 23 de febrero Santiago Carrillo se aferra a Suárez igual que un náufrago a otro (p. 205). Sostiene el autor que nuestro hombre tuvo algo que ver en la matanza de Paracuellos (pp. 216/217) que la derecha jamás le perdonó.

Conviene recordar que, en el momento del golpe no hubo reacción popular digna de tal nombre. El país entero se encerró en su casa y no reaccionó (p. 209). Doy fe de ello. En aquella tarde recuerdo haberme llegado hasta la Carrera de San Jerónimo donde en el mejor momento llegamos a ser como cien de izquierdas que hubimos de responder a las agresiones de los grupos de la derecha sólo para disolvernos con una carga policial. Nadie defendió entonces el orden constitucional y democrático en las calles, que estaban vacías. La preocupación principal del Rey no fue sino qué harían los capitanes generales, la mitad de los cuales estaba más o menos comprometida con el golpe pero que, como un grupo de militares cobardes y sin honor que eran, se pusieron todos de inmediato a las órdenes del Rey (p. 234). Salvo Milans, ningún capitán general apoyó abiertamente el golpe pero, salvo Quintana Lacaci y Polanco, tampoco se opuso abiertamente a él (p.235).

En la cuarta parte, (Todos los golpes del golpe) se expone cómo la trama del golpe la urdieron Armada, Milans y Tejero y no existió trama civil alguna (p. 255). La trama civil era lo que Cercas llama "la placenta" del golpe. De los tres golpistas, Armada era el jefe político, Milans el jefe militar y Tejero el jefe operativo del detonante del golpe, esto es, el asalto al Congreso (p. 258). Armada, roído por la inquina a Suárez, que lo había deplazado de la Secretaría del Rey y pretendía recuperar su puesto y su ascendiente sobre el monarca (p. 261). Milans, un fascista que odiaba a Gutiérrez Mellado. Tejero un hombre de ultraderecha que odiaba a Santiago Carrillo (p. 268) El golpe del 23 de febrero fue, en realidad, tres golpes distintos (271). A este hilo desarrolla Cercas su muy brillante, ingeniosa y cierta teoría de la triple simetría: Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo de un lado frente a Alfonso Armada, Milans del Bosch y Antonio Tejero. Esta potente imagen del trío de militares golpistas frente al trío de reformistas (que, a su vez, tenían un pasado del que responder) que se mantienen firmes ante la intimidación y no se agachan cuando el tiroteo, es el punto fuerte del libro, su más ingeniosa explicación, la clave del arco de la interpretación de Cercas del tema eterno de las dos Españas: los golpistas y los defensores del orden democrático-constitucional a los que los golpistas acusan de traición puesto que, en realidad, abandonaron sus postulados primeros, Gutiérrez Mellado el franquismo militar, Suárez el Movimiento Nacional y Santiago Carrillo el leninismo revolucionario. Tiene aquí Cercas una brillante reflexión sobre valor de la traición en política que merece la pena citar in extenso. Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo, "... traicionaron su lealtad a un error para construir su lealtad a un acierto; traicionaron a los suyos para no traicionarse a sí mismos; traicionaron el pasado para no traicionar el presente. A veces la traición es más difícil que la lealtad. A veces la lealtad es una forma de coraje pero otras veces es una forma de cobardía. (...) Quizá no sabemos con exactitud lo que es la lealtad ni lo que es la traición. Tenemos una ética de la lealtad, pero no tenemos una ética de la traición" (p. 274) Una ética de la traición quizá no sea posible pero sí una investigación sobre la conveniencia de la traición en el proceso político. Se la debemos a Denis Jeambar e Yves Rocaute, Elogio de la traición, Madrid, Gedisa, 1984, en la que se sostiene la tesis de que la traición es el mecanismo que posibilita el funcionamiento de los sistemas políticos y entre lo ejemplos que ponen destaca el del Rey Juan Carlos, traidor a los principios del Movimiento Nacional que había jurado defender.

En un momento dado Cercas se pregunta cuándo empezó todo y explica que casi siempre es imposible detectar el momento exacto del nacimiento de algo o su fin. En el caso del golpe, el ambiente en el que fue creciendo fue un conjunto de conversaciones privadas, de confidencias, de rumores, de sobreentendidos que Cercas llama "tejido casi inconsútil" (p. 277). La idea de que la situación exigía un Gobierno de unidad presidido por un militar era entonces la comidilla de Madrid (p. 279). Armada daba a entender que hablaba en nombre del Rey y así se reunió con Mújica en Lleida el 22 de octubre de 1980 y lo convenció para la idea del Gobierno de unidad (p. 281). Actualmente es una cuestión contrafáctica averiguar qué hubiera pasado si el "golpe blando" con apariencia de salvación de la democracia de Armada llega a triunfar, pero está claro que, a raíz del compromiso de Mújica, el PSOE hubiera desempeñado un papel tan poco gallardo como el que tuvo colaborando con la Dictadura de Primo de Rivera. Hay encerrado en la historia del PSOE un ramalazo de oportunismo antidemocrático bastante molesto. Después, Armada habló con Milans del Bosch quien quedó convencido de que aquel hablaba en nombre del Rey (p. 283) del que se suponía que respaldaba el golpe blando que, sin embargo, se deshizo cuando Adolfo Suárez dimitió (p. 290), lo que obligó a adelantar los planes y pasar del golpe cívico político a uno militar.

La quinta parte (¡Viva Italia!) está dedicada a averiguar las motivaciones de Suárez en aquellos meses y, por último, su decisión de no echarse al suelo y mantenerse sentado en su escaño. Sostiene Cercas que si Suárez llegó a presidente del Gobierno fue porque era un chisgarabís servicial y ambicioso, un gallito falangista (p. 353) que carecía del peso personal de algunos otros aspirantes, como Areilza o Fraga. Suárez, por su parte, nunca había querido ser otra cosa que presidente del Gobierno (p. 355).

Según mis noticias, así es. Propuse a Suárez para doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense de Madrid hacia 1993. La Universidad lo aceptó pero aquellos años fueron muy problemáticos, plagados de escándalos y problemas y, como el Rey quería asistir a la ceremonia, el doctorado se fue aplazando y, entre tanto, yo lo iba tratando, preparando el galardón. En una de nuestras conversaciones me contó que, cuando le presentaron al entonces Príncipe de España, él le dijo algo así como "Juan Carlos, tú serás Rey de España pero te darás una hostia si no me nombras presidente del Gobierno". En lo que conozco al personaje puede ser verdad. Por cierto, este doctorado tuvo su aventura. En 1996, siendo rector Rafael Puyol, se desbloqueó la concesión pero el Rector me llamó y me dijo que finalmente habría concesión del doctorado Honoris Causa a Suárez pero que la Laudatio quería pronunciarla él. Me dio a entender que si yo me negaba (cosa lógica, dado que era el padrino del doctorando) el tema podría volver a empantanarse. Como lo que yo quería era que mi universidad reconociera Honoris Causa a Suárez, acepté, pero no asistí a la ceremonia que se basó en un expolio.

El caso es que aquel chisgarabís tendría que ser el hombre sin principios que pusiera en marcha el astuto plan de Torcuato Fernández Miranda para deshacer las Leyes Fundamentales del Movimiento desde dentro de la legalidad franquista a través de la Ley para la Reforma Política (p. 367). Suárez, en efecto, consiguió que los procuradores de Franco aprobaran la ley que los situaba al margen de la historia y lo consiguió amenazándolos o comprándolos directamente (p. 368). El caso es que a raíz de su éxito, la oposición tuvo que cambiar de táctica que ya no podía ser la ruptura ni siquiera la ruptura pactada sino que habría de ser la reforma pactada. La medida límite de esta vía fue la legalización del PCE (p. 371). A cambio de esta "traición" al espíritu de las Leyes Fundamentales del Movimiento, el PCE aceptó de una andanada la monarquia, la unidad de España y la bandera rojigualda (p. 372).

Cercas, que ha venido comparando al "falangistilla" con algunos conocidos héroes de novelas francesas del XIX, como Julien Sorel (el héroe de Rojo y Negro) Lucien Rubempré, de Balzac o Frédéric Moreau, de La educación sentimental, dedica ahora una especial atención a una semejanza que confiesa haber visto en El País entre Adolfo Suárez y el estafador y delincuente Emmanuelle Bordone a quien las circunstancias sitúan en un lugar heroico a pesar de él mismo: se le ofrece la oportunidad de hacerse pasar por el héroe de la resistencia General della Rovere con el fin de delatar a los alemanes al jefe de los partisanos italianos pero, al final, acaba identificándose con el personaje que interpreta y se redime de su vida de sinvergüenza y estafador, dejándose fusilar como si fuera el verdadero Della Rovere (p. 375) La historia está sacada del film de Roberto Rossellini, Il General della Rovere que interpretaba soberbiamente Vittorio de Sica.

La gran obra de Adolfo Suárez en aquellos años con los partidos políticos son los pactos de La Moncloa, la Constitución de 1978 y el Estado de las Autonomías (p. 376). Cuando las cosas parecieron salirse de madre y Suárez quiso dar marcha atrás en las Autonomías ya era lo que Cercas llama "un político ortopédico y sin recursos" (p. 379). Adolfo Suárez no se tiró al suelo el 23 de febrero para redimirse a sí mismo y redimir al país por haber colaborado con el franquismo (p. 385). Esa es la ironía de esta historia magistralmente contada por Cercas: en aquel momento el gesto de los tres diputados que no se tiraron al suelo, Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo es la defensa misma de la democracia. Una democracia defendida por tres hombres que no habían sido demócratas en su vida pasada y que, en el caso de dos de ellos, se habían alzado en armas para derribarla. Y este es el gran secreto de la transición: que fue obra de personas que no venían de la democracia pero que, en el proceso, se convirtieron hasta el punto de arriesgar su vida por ella.

dijous, 25 de setembre del 2008

La memoria desmemoriada.

Acaba de llegar a Madrid, al Centro Cultural de la Villa, una muy interesante exposición sobre los años de la transición en España organizada por el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), el Departamento de Relaciones Institucionales y Participación de la Generalitat de Cataluña y la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales (SECC). Vale la pena visitarla por los materiales que exhibe y el modo en que está concebida, más que como una exposición tradicional como una especie de experiencia o vivencia directa de determinados aspectos o fenómenos de aquellos años: huelga, comisaría, escuela, núcleos de convivencia, psiquiátrico, escena musical, la comunicación, el legado democrático y los obstáculos a la transición.

En cada uno de los apartados citados se crea un ambiente especial con variedad de material como fotos, vídeos, objetos, música, carteles, grafitti, cartas, fichas, etc y el espectador pasa de un ambiente a otro, de una diversidad de modelos de transistor de la época a las fichas de los detenidos por la policía, las fotos de los torturados, las imágenes de la chabolas de los años setenta o los reproducciones de dibujos de internos en los psiquiátricos. Se hace uno una idea cabal de la turbulencia de aquellos años y quienes los vivimos podemos rememorarlos y rellenar lagunas.

En estos días en que luchamos por restablecer la memoria colectiva de lo sucedido hace setenta años podemos darnos cuenta de que algo parecido podría estar pasándonos ya con lo acaecido hace treinta o veinte. Es claro que hay desacuerdos de raíz respecto al modo en que entendemos ese tiempo decisivo de la transición.

Sobre él precisamente versa el catálogo de la exposición que no es propiamente tal sino un libro de pleno derecho editado por un montón de instituciones y escrito por diversos acreditados autores, periodistas, cantantes, abogados, escritores, etc (VV.AA. En transición, Barcelona, 2007, 197 págs) que abordan los temas específicos de la exposición, profusamente ilustrado por las imágenes que en ella se exponen. Edición muy cara en papel couché a un precio asequible (15 €) seguramente subvencionado. Su carácter de producto oficial se echa de ver en que viene precedido de seis prólogos: un ministro, un presidente de Diputación, un conseller de Interior, una directora general, un director del CCCB y hasta una Sociedad Estatal en pleno han querido dejar huella de su paso por el proyecto como las moscas en verano la dejan sobre los blancos cables de la luz.

Por lo demás el libro tiene aportaciones magníficas y no me resisto a reseñar algunas que me parecen las más notables sin demérito de las demás. Así, Manuel Risques, Ricard Vinyes y Antoni Marí, profes de Historia contemporánea y catedrático de Estética en universidades de Barcelona respectivamente, hacen una introducción general muy buena señalando cómo "la oposición había creado modelos éticos de contenido democrático y había situado sus valores como único referente posible de alternativa moral de la dictadura, reñida con cualquier propuesta de adaptación a los 'tiempos modernos'" (p. 20). Cuando la señora Aguirre vuelva a decir eso de la superioridad moral de la izquierda que ella niega, claro, que relea este párrafo y diga cuáles fueron los "modelos éticos" que crearon ella y quienes son como ella en aquellos años. Por eso es importante y amargo (y buen resumen del conjunto de la exposición) que los autores cierren su aportación diciendo que el balance de la transición es un "vacío ético sobre los fundamentos de la democracia, la negativa a reconocer que sus valores constitucionales son los valores del antifranquismo" a lo que acompañó "una importante mitificación de la transición que ha producido un triste efecto de rechazo, no al mito exactamente, sino al conjunto del proceso de transición". (p. 24)

Nicolás Sartorius (Atado y bien desatado) tiene una visión más complaciente del proceso. Carlos Jiménez Villarejo (La destrucción de los archivos del movimiento) explica cómo los franquistas reformistas "construyeron un muro de silencio y olvido sobre una realidad, la de los vencidos de la Guerra Civil y la posterior represión". (p. 35) Pere Ysas (La ruptura del orden franquista) atribuye la debilitación de la dictadura en sus últimos tiempos a los movimientos sociales y huelguísticos. Mercè García Aran (Impunidad. La comisaría) toma pie en el caso de Enrique Ruano para exponer cómo el recurso a la tortura era habitual y política deliberada de represión del régimen, cosa que ha quedado impune gracias a la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977. "La impunidad de la represión constituye, así, la última barrera de autoprotección ante la oposición democrática." (p. 56).

Jaume Carbonell Sebarroja (Entre la resistencia, la alternativa democrática y la utopía) se refiere al intenso movimiento de renovación escolar en aquellos años en que se absorbían las nuevas tendencias que habían estado ausentes an todos los anteriores. Es enternecedora la nostalgia con la que habla de la experiencia habida con Iván Illich, cuyo libro, La sociedad desescolarizada, como el de la Némesis médica y algún otro siempre me parecieron una pasada en el mal sentido del término. Inés Alberdi (La transición de las familias en España) hace una reflexión muy interesante sobre el modo en que los años de la transición aceleraron el proceso emancipativo de las mujeres. Este trabajo está ilustrado por una fotos estupendas de un almuerzo en una familia española "de toda la vida". Sólo por verlas merece la pena visitar la exposición.

Josep M. Comelles (Psiquiatras, locos y salud mental en la transición) aborda un aspecto de estos años poco tratado, el de la psiquiatría y la recepción en la española de las corrientes entonces en vigor en Europa, la antipsiquiatría, etc. "Para los sectores "progres" de la sociedad catalana, en la Barcelona de Tuset Street o de Bocaccio, pero también en la de sectores contraculturales, leer psiquiatría se convirtión en un must" (p. 110). Y en Madrid también. Jordi Balló (Animación en la sala de espera) da noticia del impacto que bastante después de estos años ha causado el increíble documental de Carlos Rodríguez Sanz y Manuel Coronado, Animación en la sala de espera, sobre el mundo de los psiquiátricos.

Kiko Amat (Nuevas olas contra el rompeolas) publica un artículo despiadado sobre la música de la transición, especialmente los cantautores catalanes sin que los no catalanes salgan mejor parados, "aquellos que pasarían los siguientes veinte años de carrera saltando graciosamente de partido político en partido político, transformando los puños en alto en manos extendidas hacia el Capital...Ningún otro país tiene tantos cantautores mediocres como España" (p. 126). Ramón de España (La (otra) música de la transición) es todavía más corrosivo que Amat al señalar que hubo una "música de la transición" a cargo de Serrat, Miguel Ríos, Víctor Manuel o Ana Belén, Raimon, Llach, etc a los que detesta y otros como Radio Futura, los que hicieron el pop de Madrid a principios de los ochenta o la Banda Trapera del Río en Barcelona que le gustan más pero no pertenecen al "establecimiento" de la transición. A punto de echarme a llorar ya que no me gustan los unos ni los otros leo el último párrafo del artículo: "Probablemente hubo individuos para los que la música de la transición fue la de Brahms, Mendelsohn o Shostakovich. Y a esos, todo hay que decirlo, nadie les llama ni para escribir un artículo en un catálogo dándoselas de outsider" (p. 139). No lo sabe Vd. bien, apreciado tocayo.

Suso de Toro (Del asco al tedio) escribe una diatriba contra el franquismo que suscribo de la cruz a la fecha. Afirma su carácter totalitario sin ambages (p. 145), lo identifica con la famosa Enciclopedia Álvarez, de la editorial Miñón de Valladolid (p. 146) y afirma (y yo con él) que "el fracaso del franquismo, su pérdida de prestigio, de hegemonía sobre las personas, confujo a un desprestigio de todo lo establecido, desde la universidad como institución a la legitimidad de la empresa, desde el estudio al trabajo, desde la limpieza hasta la cortesía. El franquismo es una de las causas importantes de que España sea uno de los países más incívicos y, sobre todo, descorteses del mundo. El franquismo era todo y todo era franquismo, no nos cargamos el cable de la luz, la tabla de multiplicar y la vía del tren de milagro" (pp. 149/150).

Javier Alfaya (Un muro de silencio advierte de la dificultad de que se mantenga la memoria de la dictadura (p. 180) ya que la transición alzó un muro de silencio que terminaron de erigir los golpistas del 23 de febrero de 1981 (p. 181). La consecuencia es que apenas se hayan estudiado los años cincuenta y sesenta, cuando se pusieron los cimientos de los movimientos estudiantil y obrero (p.185).

Xavier Doménech Sampere (Tempus fugit) escribe un magnífico artículo insistiendo en que la transición fue un tempo "huido", líquido (p. 187) que se esfumó con la ley de amnistía, que fue una ley de punto final. La transición aparece embellecida como un periodo en sí mismo democrático en el que los franquistas convertidos en demócratas adquieren una legitimidad de ejercicio otorgada ex post facto desde los resultados finales del proceso (p. 190). "A un tiempo líquido le correspondía una memoria líquida, y ésta fue parte de la memoria de la transición realmente existente, una memoria que se construía en el olvido para legitimar el presente" (p. 191) Coincido con el autor en la idea de que la imagen de un franquismo tardío benigno es gratuita y en algunos aspectos de una inconsistencia que llega "al cinismo criminal" (p. 192)

Todo eso se lo encuentra uno visitando la exposición En transición, que da mucho que pensar y mucho que recordar. Entre otras cosas, que la memoria se fortalece ejercitándola.

(Las imágenes proceden del catálogo comentado).

diumenge, 24 d’agost del 2008

El viejo galápago.

El País de ayer traía una entrevista con Santiago Carrillo que no es que esté mal (al contrario, la periodista es incisiva y lo foguea a preguntas) pero deja escapar un montón de cuestiones, probablemente por desconocimiento de la entrevistadora. Escuchar al señor Carrillo equivale a escuchar a un protagonista de momentos históricos de los que ya sólo quedan escasísimos supervivientes y, como quiera que a sus noventa y tres años probablemente ha perdido todos los respetos humanos y muchas de sus inhibiciones (o quizá no, vaya uno a saber), cabría tratar de sonsacarle algo más que el manido episodio de Paracuellos del que ya está claro que no va a decir nada.

El señor Carrillo no sólo vivió la guerra. También vivió la postguerra, el exilio, los líos del Partido Comunista de España, del que fue Secretario General desde 1960 a 1982 y la transición. Es un superviviente del estalinismo, lo que no es moco de pavo. Se me ocurren muchos asuntos para preguntarle pero los reduciría a cuatro para que cupieran en una entrevista cómo ésta y para que diera su versión ahora: qué pasó exactamente con Francisco Antón, el joven amante de Pasionaria y cuál fue su actitud en los tiempos más duros del estalinismo; qué sabía él de las actividades de Julián Grimau contra el POUM en Barcelona en 1937 y si, de paso, tiene algo que decir sobre la muerte de Nin; qué opina ahora también de la versión que dan Claudín y Semprún de su expulsión del PCE en 1964 según la cual los expulsaron por defender lo que luego pasó a defender el partido que los había expulsado; a qué acuerdos llegó con Suárez para conseguir la legalización del PCE en 1977 y cuál fue la intervención del Rey.

Asuntos que son historia; han pasado más de veinticinco años del más reciente. Nadie tiene por qué sentirse ofendido o herido si sale a la luz algo que antes no se supiera.

(La imagen es una foto de My Web Page, bajo licencia de Creative Commons).

dijous, 21 d’agost del 2008

Los intelectuales, el franquismo y la transición, I.

He aquí un interesante trabajo sobre la función de los intelectuales españoles durante la transición política (Los intelectuales y la transición política. Un estudio de campo de las revistas políticas en España, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid, 2008, 298 págs.), aunque no esté seguro de que el subtítulo haga entera justicia al contenido. El trabajo es metódico y sistemático, pero no sé si puede llamarse propiamente "de campo" ya que apenas se manejan datos empíricos, a excepción de algunas cantidades de tirada de ediciones. Más bien es un enfoque historiográfico que da cuenta y lo hace con brillantez del tema del título.

Pecourt muestra audacia al adentrarse en un territorio lleno de dificultades y asechanzas y sobre el que hay mucho escrito. Ante todo tiene el acierto de exponer la definición del tipo de intelectual que le interesa: "el actor social que utiliza el prestigio y la respetabilidad adquirida en el mundo de la cultura para participar en el debate político desde una cierta posición de autonomía." (pp. XIII/XIV) Igualmente acota el tiempo de su investigación decidiendo que, a sus efectos, la transición va desde la muerte del general Franco en 1975 hasta el fracaso de la intentona de 1981. En un terreno en el que no hay acuerdo general es una propuesta tan buena como otra y que tiene significados valedores.

A continuación aborda un primer capítulo sobre el estado de la cuestión de los intelectuales partiendo de la dicotomía generalmente aceptada de intelectuales como "guardianes del conocimiento objetivo y defensores del compromiso político" (p. 2), de donde se sigue que su definición anterior de intelectual hace referencia al segundo tipo. Es la división que acuñó en su día de forma feliz y poéticamente condensada Siegfried Lenz al hablar de la disyuntiva de los intelectuales entre "torre de marfil o barricada". Entre los defensores del primer concepto, Pecourt analiza los casos de Karl Mannheim con su idea del "intelectual relativamente desclasado", esto es, el que flota por encima de las clases (con lo que el sociólogo trataba de librarlos del estigma de la ideología) y Raymond Aron y su uso del "poder espiritual" comteano.

Entre los defensores del segundo concepto echa mano con mucho acierto de Gramsci (el "intelectual orgánico") y Alvin Gouldner ("la nueva clase") para traer luego el problema a nuestro tiempo de posmodernidad refiriéndose al inevitable Foucault y a Zygmunt Bauman, el de la "realidad líquida", con su idea del intelectual como "intérprete". No obstante el autor en el que Pecourt toma pie y cuyas propuestas sigue es Pierre Bourdieu tanto en su idea de las cuatro clases de capital (económico, político, cultural y simbólico) como en su concepto de "campo" (p. 26) que el autor aplica aquí al de las revistas políticas. Cierra su exposición del tema general recordando la propuesta de Quentin Skinner del intelectual como "ideólogo innovador" (p. 36) y elabora una cierta crítica a Bourdieu arrancando de la distinción weberiana entre intelectuales como "sacerdotes" y como "profetas" (p. 34) que es una especie de reformulación de la propuesta de Coleridge de los intelectuales como clerisy, que tanto interesó a Stuart Mill y que recogería luego Julien Benda en su Traición de los clérigos.

El resto del libro tiene una estructura claramente cronológica como corresponde a la formación de historiador del autor. Aborda en primer lugar el problema de la caracterización del franquismo. En la célebre polémica sobre la propuesta de Juan J. Linz de caracterizarlo como un régimen autoritario que no ha tenido general aceptación parece inclinarse por la crítica que le hicieran Giner y Sevilla (p. 41) entre otros. Igualmente menciona la concepción de Tusell de "dictadura arbitral" (p. 57) que siempre me ha parecido más sacada del modelo primorriverista, y acaba proponiendo su categoría de "fortaleza franquista" (p. 51) aunque sin extenderse mucho en su caracterización. Sí señala que en Franco se concentraban muchos poderes pues era "además de Jefe del Estado, jefe del Gobierno, jefe nacional de Falange y Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire" (p. 53). A todo lo cual hay que añadir -y ello es decisivo para entender la naturaleza de su régimen- que ostentaba el poder legislativo o, como decía la legislación de la época, "la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general"; es decir la dictadura en estado puro.

El régimen de Franco puso punto final al florecimiento de publicaciones de la República, no sólo las revistas de liberales o de izquierda como Revista de Occidente, Cruz y Raya, Leviatán, La revista blanca, Germinal o Mirador, sino también las conservadoras como Debate. El clima atosigante de censura venía justificado por la elaboración teórica del que sería ministro de Información y Turismo, Gabriel Arias Salgado, bajo el nombre de Teología de la información y en él menciona el autor la Revista de Estudios Políticos, (que no estoy muy seguro de que Pecourt aquilate debidamente por las razones que expondré en la segunda parte de esta reseña) así como las falangistas Jerarquía y Escorial, o las nacionalcatólicas Ecclesia, Razón y Fe, de la Compañía de Jesús o Ateneo, del Opus Dei (p. 84). Otras publicaciones de las "familias" (A. de Miguel) del régimen, fueron Arbor, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en el que el Opus se había hecho fuerte, Ciervo, una respuesta católica a los avances del Opus o Destino, una revista catalana. El panorama es desolador como corresponde a la actitud de cerrada enemistad de la dictadura de Franco hacia los intelectuales. Recuerda Pecourt la famosa frase del dictador a su Director General de Propaganda, Pedro Rocamora, cuando le propuso que recibiera a Ortega y Gasset para volver a éste más favorable a la Dictadura: "Rocamora, Rocamora, no se fíe Vd. de los intelectuales", que puede ser una invención del propio Rocamora pero está muy bien traída.

El frente monolítico del franquismo comienza a romperse con los acontecimientos del 56 y el origen de la disidencia intelectual que asoma tímidamente en las revistas universitarias, en la catalana Laye y en la madrileña Alcalá (pp. 96/98). También aparece por entonces el Boletín Informativo del Departamento de Derecho Político de la Universidad de Salamanca, que impulsaba Tierno Galván, quien importó en España el funcionalismo (aplicado sobre todo al modo de proceder en la futura accesión de España a la Comunidad Europea, un punto claro de la oposición al franquismo) y el positivismo lógico, en un plano más metodológico, aunque igualmente heterodoxo por lo que hacía al apelmazado mundo intelectual de la dictadura. (p. 100). Algo más tarde, con lo que llama "el desarrollo del mercado cultural", aparecerían Cuadernos para el diálogo y Triunfo. La primera fue resultado del encuentro entre las corrientes más progresistas de los ámbitos religioso y académico (p. 104) , la segunda más claramente de izquierdas y ambas respondiendo a la lógica de las instituciones heterogéneas a medio camino entre el mercado económico y el cultural (p. 107) pero ambas decisivas para entender la evolución posterior de la oposición a la dictadura.

(Continúa en el post de mañana).

dimecres, 11 de juliol del 2007

Recuperar la memoria.

En el post sobre la exposición del Círculo de Balleas Artes acerca de la Transición en España ya advertía que los organizadores han editado un grueso y estupendo catálogo con la colección completa de fotos en exhibición y una serie de trabajos de diversos especialistas (algunos historiadores, una politóloga, un economista, dos juristas y un comunicólogo) que abordan distintas facetas de este episodio histórico. Advertía también de que llegado el momento, lo comentaria. Los trabajos son desiguales, pues mientras unos son minuciosos y bien documentados, otros están escritos un poco más a vuelapluma, si bien todos tienen interés por abordar aspectos poco frecuentados de la transición.

Uno de los más interesantes es el del historiador Álvaro Soto Carmona, El protagonismo de la sociedad civil durante la transición, en el que pide un reenfoque de las visiones sobre el episodio para que, en lugar de concentrarse exclusivamente en lo que los políticos y dirigentes hicieron, se recoja también el ambiente de movilización popular, ciudadana y laboral de aquellos años, tema en el que fue pionero José María Maravall. El trabajo de Soto plantea asimismo un problema que ha ocupado a más de un investigador (de hecho, el trabajo siguiente, de Paloma Aguilar Fernández, también lo suscita), en concreto el de saber si, en el momento crucial de la transición, los españoles tenían ya o no una cultura política democrática. Hay opiniones encontradas al efecto. En la mía había tal cultura política democrática e, incluso, aunque parezca paradójico dado el carácter doctrinal del régimen de Franco, era hegemónica en muchos ámbitos de formación de opinión, como la universidad, los institutos, las redacciones de los periódicos, hasta la Iglesia. Y me parece que esa cultura política democrática procedía en buena parte de una fuente que no he visto que se se haya estudiado, la influencia del cine y, sobre todo, la televisión de procediencia extranjera, especialmente pero no sólo, estadounidense. Es lo que podría llamarse la "pedagogía difusa" de la televisión, medio que mira una abrumadora mayoría de ciudadanos. Esos productos culturales norteamericanos (films, series de televisión, etc) que frecuentemente ensalzan a los EEUU como tierra de libertad, democracia, derechos de los ciudadanos, libertad de expresión, etc tenían tanta mayor influencia cuanto que, además, juntos con otros, proceden de unos países considerados arquetípicos y dignos de imitación, los EEUU, Francia, Inglaterra, etc.

El capítulo de Paloma Fernández Aguilar, que lleva años trabajando brillantemente cuestiones de cultura franquista y memoria histórica se llama Cultura política, consumo cultural y memoria durante la transición y en él, además de la pregunta por el tipo de cultura política prevaleciente en la transición, aborda el de consumo cultural en general, con atinadas observaciones acerca de los filmes producidos, el consumo de revistas, programas de TV. y libros. Pone de manifiesto el exitazo de los libros de Fernando Vizcaíno Casas, un falangista nostálgico que escribió ensayo y novela en un estilo de broma gruesa, así como garbancero, ridiculizando la democratización de España y añorando al Caudillo p.G.D. y q.p.d. Es un terreno este muy resbaladizo y quizá por eso tenga tanto mérito el trabajo de Aguilar Fernández.

Juan Carlos Pereira Castañares, otro historiador, toca el tampoco frecuente tema de la influencia exterior en la Transición española, La Transición española desde el exterior. La influencia del factor internacional. Lo hace con prudencia y moderación y subraya un dato no muy comentado pero sí muy significativo: a las exequias de Franco vinieron Pinochet, el Vicepresidente dominicano e Imelda Marcos, esposa del Presidente de Filipinas; los demás países mandaron gentes de tercer y cuarto nivel. Tres días después, en la coronación de Juan Carlos I había casi una decena de jefes de Estado (p. 137). Este tema de la influencia de lo exterior no es de los más frecuentes probablemente porque a los españoles no les gusta que los demás se metan en sus asuntos, aunque eso es lo que sucede casi de continuo y, cuando no sucede, los mismos españoles se enfadan. Hay que ver con qué indignación se citan siempre las palabras del ministro estadounidense de Asuntos Exteriores de entonces, Alexander Haig, cuando dijo que la intentona de Tejero era un "asunto interno español" que, en buena medida así era, ya que la amenaza al orden constituido no provenía de una guerra o una invasión exterior

Román Gubern hace un repaso a la producción cinematográfica nacional de la época muy interesante. Es un hombre que domina el tema sin duda alguna y con él otros aspectos de las manifestaciones culturales, como las movidas urbanas o los movimientos de renovación de la música. Me deja algo sorprendido que, en el momento de hablar de las revistas contraculturales cite a El Papus y El víbora pero no Ajoblanco

El trabajo de Gregorio Peces-Barba, que se titula Transición y memoria histórica, de lo que menos se ocupa es de la memoria histórica. El autor parece molesto porque , según dice, en los festejos del trigésimo aniversario no se contara con ninguno de los padres de la Constitución, entre los cuales está él. Precisamente por eso decidí traer las dos famosas fotos de los padres y el momento Tejero en el Congreso, como ilustración del triunfo de la democracia y el Estado de derecho y el fracaso del golpismo militar. Peces-Barba aprovecha para defender los cuatro puntos en que al PSOE le gustaría ver reformada la Constitución, bastante razonables, por cierto, pero sobre la memoria histórica hay aquí poco discurso.

dimecres, 20 de juny del 2007

Un buen libro sobre la transición democrática.

Realmente bueno. De lo mejor que llevo leído sobre la transición democrática (td) y llevo leído un tantico. Es una obra extensa (Temas de Hoy, Madrid, 2007), con 778 págs. de texto, sin contar las notas, pero no es una obra densa, de difícil lectura, ni tampoco prolija. Está escrita con bastante agilidad, tiene un tono decididamente narrativo (al fin y al cabo, es historia) y en un castellano o español elegante y neutro.

Obviamente, el libro de Sartorius y Sabio no tiene pretensión de neutralidad, sino que está concebido desde la perspectiva de quienes simpatizan con el curso de los acontecimientos entre 1975 y 1977, esto es, un punto de vista democrático. Se podría haber escrito desde un punto de vista contrario a la democracia y de hecho lo hacen, de un lado, quienes añoran la dictadura y creen que la td ha sido una calamidad y, de otro, quienes piensan que la td se quedó demasiado corta, como una democracia "formal", pudiéndose haber optado por la revolución. El punto de vista digamos "moderado", de quienes simpatizan con la td como se hizo, que es el de los autores de la obra, es tan general que casi parece un no-punto de vista, una especie de neutralidad objetiva. Esta no existe en las cosas humanas y los autores desgranan a lo largo del texto un juicio de valor permanente acerca de la bondad de la transición y la maldad de quienes se oponían a ella. Es más, el libro no se ha escrito para probar lo que los autores juzgan obvio, esto es, que la td fue una suerte, un acierto histórico, la solución de los problemas de la España del momento, sino para reatribuir méritos en cuanto a los protagonismos de dicho acierto histórico, esto es, para responder a la pregunta de ¿quién posibilitó la transición? Y los autores consideran que el pueblo español, a través de sus luchas.

La obra es una valiosa investigación histórica que se apoya para algunos puntos (especialmente el de la conflictividad laboral y social de comienzos de 1976 en adelante) en los informes periódicos de los gobernadores civiles, una fuente que no he visto muy explotada por ahí, siendo así que tiene un enorme valor. Los gobernadores civiles (que eran Jefes Provinciales del Movimiento ex officio) eran los ojos del régimen de Franco y siguieron siendo los ojos de la Monarquía después de Franco. En general, el recurso a fuentes de primera mano caracteriza a toda la obra, igualmente en los capítulos sobre las fuerzas armadas, la Iglesia o las relaciones exteriores, sin contar las entrevistas y conversaciones que los autores han mantenido con diferentes protagonistas del proceso.

En el caso de uno de los autores, Sartorius, estos diálogos son un monólogo, dado que en él coinciden la condición de protagonista de la época y la de autor del estudio sobre ella. Un caso de juez y parte, típico de las ciencias sociales en las que es frecuente que el estudioso opine sobre un fenómeno que el propio estudioso contribuyó a crear como actor. Esto quiere decir que, junto al carácter de rigurosa investigación histórica, el libro reúne una segunda condición de ser como una especie de memorias de Sartorius. La parte más extensa, la dedicada a la lucha social y laboral, a la que se atribuye el protagonismo de la td es sobre la que el propio Sartorius, miembro por entonces del Partido Comunista y abogado defensor de los sindicalistas, tiene una abundantísima información. En realidad, la interpretación que la obra nos ofrece de la td es la de que ésta consistió en dos momentos esenciales: uno, la ofensiva huelguística de primeros de 1976 y el otro, la legalización del Partido Comunista.

Por supuesto, esto no desmerece de la altísima calidad de la obra. Los capítulos sobre las fuerzas armadas y la Iglesia son extraordinarios. El que más me ha gustado es el de la influencia del exterior en la td, al que yo también dediqué un articulejo in illo tempore pero con mucha menos carga documental que los autores. De todas formas, coincido con la magnífica interpretación de Sartorius/Sabio que podría resumirse así: los franceses dieron buenos consejos en el ámbito ideológico; los alemanes prestaron sólidos marcos a los partidos y los estadounidenses dieron lo que podríamos llamar la venia regendi, esto es, el espaldarazo o la alternativa a la Monarquía según los planes que el Rey expuso en su momento ante el Congreso de los EEUU. Algo que siempre me ha recordado aquellas convocatorias del Senado romano a los reyezuelos del norte de África en los tiempos de la Guerra de Yugurta. Los ingleses aplicaron una política de wait and see que sólo en alguna ocasión se vio rota por algún gesto más efusivo de los normal en las relaciones entre los políticos británicos y sus correspondientes españoles. La señora Thatcher vino de visita a un congreso de UCD, creo, cuando aun no era la "dama de hierro" y el señor Michael Foot, lider del Partido Laborista también se interesó por España.

En la parte que el libro tiene de memorias hay un aspecto curioso. El Sartorius protagonista (no en primer plano, pero sí en segundo y muy importante) de los acontecimientos los vive como miembro del Partido Comunista, pero el Sartorius autor los narra treinta años después ya como persona próxima al PSOE. Esto provoca una intrigante dualidad argumentativa en la obra. De un lado se dice reiteradamente que la actitud adoptada por el PC y Comisiones Obreras en esos meses fue acertada y la que verdaderamente desencadenó e hizo posible la transición en los dos citados momentos: la agitación huelguista de 1976 y la legalización del PC en abril de 1977. Entre medias, otro hecho del calendario comunista, la masiva y silenciosa respuesta de la ciudadanía de Madrid al asesinato de los abogados de Atocha. Y de otro lado se dice con frecuencia que el PSOE y Felipe González en concreto, pedían que se legalizara al PC antes de las elecciones, pero estaban dispuestos a ir a ellas aun con el PC en la ilegalidad; y no solamente se dice, sino que se justifica como actitud pragmática y realista. Supongo que el Sartorius actor tendría un juicio muy negativo hacia esa actitud de Felipe González. El Sartorius comunista y el Sartorius socialista, en lugar de comportarse como el Dr. Jekyll y Mr. Hyde, han decidido comportarse como dos Dr. Jekyll.

Lo anterior forma parte de una experiencia muy frecuente en las generaciones de los cincuenta, los sesenta y los setenta, la de haber abandonado a lo largo de su vida un pronunciado radicalismo de juventud, que se ha desparramado por todos los cangilones de la noria política. En el caso de los autores del libro, en concreto en el de Sartorius, ha abandonado el radicalismo político de los comunistas por el posibilismo de la socialdemocracia.

El libro es estupendo y esas cuestiones como de la memoria (allí donde cada cual se juzga a sí mismo) lo hacen más humano.

dijous, 14 de juny del 2007

¡Treinta años!

Mañana quince de junio se cumplen treinta años de las primeras elecciones democráticas en España desde las de febrero de 1936. La fecha decisiva de la transición, que lleva camino de acumular más bibliografía que la guerra civil. La transición que unos desdeñan, otros aborrecen, los de aquí alaban, los de allá critican, los de más allá idolatran y muchos además por razones contradictorias. Un hecho tan contingente como todos los de la historia pero que simboliza el momento en que los españoles recuperamos la libertad y la dignidad que nos habían sido arrebatadas por un general traidor que se levantó en armas contra el gobierno legítimo del Estado que le había confiado el mando.

En aquellas elecciones compitieron muchísimos partidos (algunos hasta se llamaban "partidos taxi") siendo cuatro los más importantes a escala nacional o estatal, adjetivos estos en España discoincidentes. Los partidos representaban auténticas alternativas diferenciadas que trataron desde el primer momento de identificarse con los rostros de sus dirigentes por aquello de la era de la imagen. Al recordarlos ahora se les rinde aquí un modesto homenaje.

La Unión de Centro Democrático fue el señor Suárez, héroe indiscutible del momento. Al círculo ucedeo, hecho del verde de la esperanza y el naranja socialdemócrata, la gente lo llamó pronto el "donut". La misma gente, pero ya muy crecida, que hoy quiere al señor Suárez. Si éste se presentara ahora a las elecciones porque su salud se lo permitiera sacaría una mayoría casi "búlgara", libremente expresada. Se me permitirá la falta de modestia de decir que estoy orgulloso de ser quien propuso al señor Suárez para doctor honoris causa por la Universidad Complutense. El centro ha quedado semióticamente identificado conel donut y el rostro del cartel. Por eso nadie se cree lo del "viaje" al centro de la gaviota del PP.

Un joven Felipe (el único político, junto a José-Antonio, a quien la gente llama por el nombre de pila en el siglo XX) era el rostro del socialismo y de una amplia izquierda que, en otras condiciones seguramente hubiera votado a los comunistas, pero se volcó en el PSOE en muy buena medida por haberse rejuvenecido con los chicos de la pana. Interesante cuestión contrafáctica, ¿cuántos votos hubiera obtenido el PSOE si su "cara" fuera la del señor Rodolfo Llopis, con todos mis respetos? Llamo la atención sobre el empleo de los términos "voto" y "fuerza", fáciles de unir en "la fuerza del voto", inteligente halago a los votantes.

El tercer partido en votos, el Partido Comunista de España (PCE), que sufrió un gran descalabro a tenor de sus expectativas, compartidas por mucha gente que auguraba un segundo lugar en votos al PCE, al ejemplo italiano y francés de aquellos años, la troika del eurocomunismo. El cartel (que saco del blog Archivo de la democracia), un prodigio de hacer de necesidad virtud. Un Carrillo, veterano de la guerra civil, aparece rejuvenecido y desgalichado, en camisa y con el nudo de la corbata flojo, como si fuera Carl Bernstein. A su vera, pero en posición ligeramente inferior, Pilar Bravo (q.e.p.d.), cabeza de lista de Alicante, supongo. La juventud de un radiante rostro femenino junto a la sagaz experiencia del viejo dirigente. Buena combinación. Por entonces, el PCE -que se presentaba con sus siglas- llenaba plazas de toros. Quién lo diría, ¿verdad? Con razón confiaban en sacar mucho más que el magro 9,33% del voto, con 19 diputados frente al 29,32% del PSOE y sus 118 diputados. Todavía en las de 1979, el PCE sacó otro irrisorio 10,82% y 23 escaños. Tempus omnia rapit. A partir de ahí, el desplome con un breve respiro en 1996 de 21 diputados.

La derecha, a la que no gustaba el término "partido" de malos efluvios franquistas, se llamaban "Alianza Popular". Lo de Alianza tiene bemoles porque recuerda así por lo bajo al arca de la alianza y la Santa Alianza. Un Fraga rozagante, con el coco seccionado porque tenía mucho y en él, al decir de Felipe, "cabía el Estado", aparece con la palabra mágica del pensamiento tecnocrático: "soluciones". Para qué es lo de menos. Para lo que haga falta. Por algo le llamaban "Zapatones". Lo del PDP, en el extremo inferior derecho, con una flecha que parece un abeto bonsai pertenece al territorio del esperpento. La derecha franquista, como los comunistas, esperaba un buen resultado y hubo de conformarse con 16 diputados. Volvió a presentarse en 1979, como Coalición Democrática con los llamados "siete magníficos", de los cuales seis habían sido ministros del Invicto y el número de diputados se redujo a diez. Desde entonces han crecido mucho.

Pero las elecciones las ganó el señor Suárez, o sea, la democracia, como dictamina el Time. Buena portada. Con el 34,44% del voto, la UCD obtuvo 166 diputados, mayoría simple... y a negociar, que es lo que hay que hacer en política. En 1979, subió a 168 escaños, nueva mayoría simple y a seguir negociando hasta que hubo una intentona militar. Los españoles debemos mucho al señor Suárez. Tengo para mí que dimitió para evitar un golpe de Estado que los militares, a pesar de todo, acabaron tratando de dar.

En todo caso, hoy, 14 de junio, hay un acto de recordatorio del trigésimo aniversario de las elecciones de 1977 en el centro de la UNED en Escuelas Pías, en Madrid, calle Tribulete, 14, pleno Lavapiés. Hay una exposición de la colección iconográfica de Ramón Adell, del que ya se ha hablado aquí, y una mesa redonda en la que participa servidor y otras mucho más meritorias personas. Están Vds. cordialmente invitados.